Negar la evidencia
La “resistencia” ha sido elevada a la categoría de victoria en la pretendida exégesis del relato.
Se han vertido ríos de tinta a lo largo del pensamiento filosófico en torno a la razón y la verdad. A la amistad también. Las páginas de la historia de la humanidad están cuajadas de hechos incontrovertidos de los que tenemos distinto grado de información y, a la vez, numerosas interpretaciones. E infinitas conjeturas. Desde el pensamiento clásico y más ortodoxo hasta el más disruptivo, se han ocupado, con sus propios intereses en el asunto, del concepto de lo auténtico. El último, -para mí- Gilles Lipovetsky (La consagración de la autenticidad) mediante un extenso y razonado volumen que trasladándonos a Rousseau para indagar los orígenes de la “obsesión por lo auténtico” asistida por la realidad, la historia y la razón, me permite concluir, siguiendo al crítico de Le Monde, que la autenticidad ha devenido en fetiche en estos tiempos modernos.
Por el contrario “negar la evidencia” goza de muy buena salud aun a riesgo de convertirse también en fetiche. Como una suerte de negacionismo de la razón, aquellos que se entregan a la utilización del adjetivo como diatriba hacia el contrario (negacionista del feminismo, del cambio climático, de la diversidad, etc), es decir, como insulto, lo practican con el entusiasmo del neófito para ocultar o confundir la realidad en la defensa de sus propios intereses.
Comparable a aquel viejo casticismo de que si tu pareja te encuentra con otra persona en la cama hay que negarlo, la izquierda española -en eso no hay diferencias- está instalada en un argumentario negacionista de la verdad consistente en negar la evidencia. Aun siendo pillado en cama y compañía ajena.
Mi amigo Iñaki Zaragüeta ha desgranado en Las Provincias las cifras y porcentajes arrojados por las elecciones europeas en la CV para cada partido político. En particular las que comparan a populares y socialistas. Sólo la consigna de “negar la evidencia” puede haber llevado a una persona juiciosa como Pilar Bernabé a sacar tan alocadas conclusiones al respecto. Otro corolario de esos resultados han sido unas declaraciones de un alto cargo de la ejecutiva de Diana Morant -que ha perdido en casa- reivindicando su proyecto de “transformación de la sociedad” sin preguntarse si la sociedad valenciana desea ser transformada. O mejor, ajeno a que la sociedad, con su voto ya ha cambiado de modelo de gestión. Que la transformación ya se ha producido. Negar la evidencia hasta decir que dos decenas es igual o mayor que veintidós unidades.
La “resistencia” ha sido elevada a la categoría de victoria en la pretendida exégesis del relato. No les falta manual de dudosa autoría, ni práctica permanente de la misma.
El modelo se ha extendido, dicho sea, en un ambiente propicio aderezado por la profusión de sentimientos, hasta cursar como recetario del discurso ministerial, en el que la microdimisión de La Pirada (a Jon Juaristi me remito) es una perla cultivada en ese collar de corifeos alegres. Y, naturalmente, de las militancias.
Un modelo perverso por su dogmatismo y por sus maneras inquisitoriales, que alarga su sombra hasta el poder judicial y los medios, mientras afirma lo contrario. Negar la evidencia.
Lo vivo en mis propias carnes en el Consell Valencià de Cultura, del que me honro en formar parte desde hace trece años, y donde colegas otrora razonables se afanan en interpretar el reglamento hasta retorcerlo, sometiendo al rodillo de la mayoría cualquier argumento que resulte adverso. Y de paso la dignidad y la inteligencia de los que discrepamos.
Volviendo a la actitud de resistencia de aquellos, por una vez voy a aceptar resiliencia como aptitud como la única opción que nos queda a los ciudadanos. Por aquello de que no hay más ciego que el que no quiere ver. O que el que niega la evidencia.