Venezuela
La dignidad del pueblo venezolano merece el compromiso de un mínimo de la nuestra
Vuelvo, querido lector, tras la holganza veraniega y lo hago con el asunto más grave -entre tantos que no faltan- de cuantos amenazan la convivencia mundial. No vemos el final del conflicto bélico de Gaza, ni de la invasión de Ucrania, y aterra pensar en los poderosos y muy oscuros intereses que sustentan uno y otro mientras se produce ese goteo diario de muertes injustas que desgrana la rutina de los noticieros. Y a los que la opinión pública se va acomodando.
Si la evidencia del gigantesco fraude electoral perpetrado en Venezuela se enquista y el tirano se mantiene en el poder, asistiremos impotentes a un nuevo episodio criminal cuyo inicio sangriento ya se ha cobrado las primeras muertes.
La ejemplaridad y valentía de María Corina Machado y la prudencia y sensatez del embajador Edmundo González Urrutia en su condición de presidente electo por abrumadora mayoría, son el faro que alumbra la esperanza de redención de un país sumido en la oscuridad durante ya veinticinco años de chavismo. Y la ilusión de millones de venezolanos allá y en la diáspora (incluyo, como hace la historiadora Elizabeth Burgos a muchos de los que, chantajeados por el régimen, hayan podido votar por Maduro).
Posiciones tibias como las que hemos observado en nuestro país o, peor, cómplices con el esperpento (como es el caso de Rodríguez Zapatero) no son de recibo
“Que nuestros hijos vuelvan”, la consigna que resume de manera integral la situación a la que ha llegado uno de los países más hermoso y rico en recursos de latino América y el mundo, contiene las claves de la degradación y podredumbre que, poco a poco, paso a paso, se fue instalando en la sociedad venezolana para pasmo de muchos, complicidad de no pocos y desentendimiento de todos. Pero hasta aquí hemos llegado. El tesón y el valor de la oposición democrática, legítima ganadora de unas elecciones en las que competía en inferioridad de condiciones con el oficialismo, en las que se impidió votar prácticamente a todos los venezolanos en el exilio, y en las que se rechazaron observadores internacionales neutrales, tiene que llevar a buen puerto al conjunto de la sociedad venezolana.
El modelo de transición sin “venganza” que los indiscutibles vencedores están ofreciendo al sátrapa debe tener el apoyo decidido de todos regímenes democráticos del planeta, como lo tiene de hecho de todas las personas de bien.
Por el contrario, posiciones tibias como las que hemos observado en nuestro país (“me gustaría ver a España liderando el apoyo en Europa” dijo María Corina a los periodistas españoles unos días atrás) o, peor, cómplices con el esperpento (como es el caso de Rodríguez Zapatero) no son de recibo. Y acaso, en la práctica, el vergonzoso reconocimiento de los mismos vicios.
El vídeo de Diosdado Cabello dirigiéndose a los “suyos” en su condición de nuevo sanguinario ministro de Interior pone los pelos de punta y debiera ser objeto de repulsa y condena inmediata del gobierno de España. Lejos de ello, una parte del mismo se pone de perfil y la otra incluso pretende blanquearlo. La todopoderosa Delcy Rodríguez (la de las maletas) completa ese triunvirato criminal que la Unión Europea no reconoce pero evita repudiar.
Mientras tanto, miles y miles de venezolanos penden de un hilo allá. Y miles y miles repartidos por el mundo asisten impotentes a este fracaso que adquiere ya proporciones universales. Unos y otros aspiran al único final razonable que puede tener este asunto, y la comunidad internacional tiene que jugar un papel decidido y decisorio.
No caben medias tintas, ni cobardías, ni traiciones. La dignidad del pueblo venezolano merece el compromiso de un mínimo de la nuestra.