Sánchez confisca a las eléctricas, ¿y después los ahorros o el patrimonio?
Por buena cogida que tenga incautarse los beneficios de las grandes empresas, sienta un precedente muy inquietante cuyos límites no son fáciles de adivinar.
El Gobierno ha decidido combatir el insoportable precio de la luz con un despliegue de demagogia, cargando a las "malvadas" eléctricas el evidente sobreprecio que pagan los españoles en el peor momento posible, con el IPC disparado, el combustible y la cesta de la compra por las nubes y una crisis económica galopante derivada de la pandemia.
Que por prestigio social, cuando no por mero interés comercial, las empresas del sector deban estudiar fórmulas de compromiso con sus clientes, es una cosa saludable y casi exigible: las ganancias anuales de las tres grandes corporaciones rondan los 15.000 millones, un margen lo suficientemente amplio como para que implantes medidas excepcionales para paliar estragos sin precedentes en los consumidores.
Y en esa línea van, de hecho, las facilidades ofrecidas para pasar de la tarifa variable a la fija, con un precio estable a dos años; o la propuesta al Gobierno de repercutir en rebajas los 6.000 millones de euros que se calcula se tienen ahorrados en la hucha de gas acumulada en estos años.
Si se acepta la confiscación a una gran empresa, se terminará legitimando estudiar también la intervención de los ahorros o el patrimonio ajeno
Puede ser insuficiente y cabe invitarles a mayores esfuerzos, pero lo que Sánchez ha hecho es inadmisible en un Estado de Derecho: primero criminalizarlas y después intentar confiscar sus ganancias, que ya reparten a través del Impuesto de Sociedades y de las cotizaciones a la Seguridad Social, un impuesto al trabajo que abonan cada mes empresarios y empleados en dosis distintas.
Su anuncio confiscatorio puede tener buena acogida en la sociedad, pues en la dicotomía de escoger entre su bolsillo y el de poderosas corporaciones, no hay color. Pero sienta un precedente muy peligroso en dos sentidos: de un lado, lanza el mensaje internacional de que España no respeta la seguridad jurídica inherente a un Estado de Derecho serio, con las consecuencias que eso pueda tener para los inversores.
Y de otro, estrena el concepto de que, en tiempos de crisis, el Gobierno está legitimado para incautarse la riqueza ajena. Ahora son las grandes empresas, ¿pero y si mañana son los ahorros o el patrimonio logrados durante años de esfuerzos? Una vez abierta esa caja, no se puede garantizar que en el futuro no se salten todas las líneas rojas.