En la muerte de Pascual Tamburri, un valiente soldado de la palabra
Pamplonica de 1970, plantó cara en su tierra al nacionalismo vasco y no escatimó esfuerzos en defensa de la españolidad de Navarra. Numerosas veces fue amenazado por la chusma etarra.
Este viernes 31 de marzo falleció, a los 47 años de edad, Pascual Tamburri. Una muerte imprevista que está resultando un mazazo difícilmente asimilable para todos los que le trataron. En particular en esta casa, porque Pascual se incorporó a ESDiario (entonces El Semanal Digital) desde la primera hora y fue siempre pieza esencial del periódico como columnista, como partícipe primero y responsable después de la sección de Libros y como adjunto al director para Opinión.
Hay una historia de Pascual que alguna vez le recordé, admirado, y que he contado en más de una ocasión a otros amigos en elogio suyo. Nunca pensé que fuese a transformarse un día en elogio fúnebre. Fue en la época en la que El Semanal Digital se renovaba, salvo noticias de alcance, una única vez a las doce de la noche. Como en todo cierre, los prolegómenos eran frenéticos. Aquel día, algún giro informativo de última hora que ya no recuerdo obligó de pronto a cambiar todas las previsiones. Debían de ser las once y cuarto, a 45 minutos de la hora fatídica, cuando, en funciones de redactor jefe, telefoneé a Pascual. Con la boca pequeña y notable aprensión ante la desmesura del encargo, le pedí un nuevo editorial y un artículo de opinión bajo su firma sobre el inesperado asunto de cabecera, además de recordarle la recensión que le tocaba para la sección de Libros, que justo en ese momento, ya apurado, iba a empezar a redactar creyendo que sería su única ocupación antes de que los cuatro ceros digitales anunciasen el consummatum est de la jornada.
Cualquier otro me habría mandado al cuerno, pero para un soldado en permanente tensión de combate como era Pascual esa respuesta no entraba en consideración. No creo ni que refunfuñara.
Tres cuartos de hora después los lectores más fieles del periódico, que (justamente exigentes) se agazapaban a las doce y un segundo de la madrugada para rastrear las primicias, pudieron leer en él las tres piezas, con la extensión debida (ni por asomo la había menguado ante la urgencia del pedido), todas ellas ricas en contenido y en expresión, y cada una con el tono perfectamente ajustado a su diferente naturaleza periodística. Por supuesto, habían llegado sin una errata, sin una coma mal puesta, sin una tilde de más o de menos.
No hay muchas personas capaces de una proeza semejante. Como fui testigo de la hazaña, la cuento.
Su carrera como profesor
Pascual Tamburri era una cabeza privilegiada. Licenciado en Filosofía y Letras y en Ciencias Políticas, doctor en Historia, profesor por oposición de enseñanza secundaria en el IES San Adrián de Navarra, encontró resuello en los últimos años para licenciarse en Derecho. Y todo, al mismo tiempo que atendía el negocio agrícola familiar y se involucraba en la actividad asociativa del sector. Además de latín y griego clásicos, conocía con soltura los cinco grandes idiomas europeos.
Puede hablarse de él como un superdotado. Pero no padecía lo que un gran metafísico como Michele Federico Sciacca llamaba “la idiotez de la inteligencia”: esto es, la falta de conciencia de los propios límites, que la conduce a cerrarse a la realidad, por abajo, y a la trascendencia, por arriba. En cuanto hombre de acción y de pensamiento, Pascual tuvo siempre claros ambos vallados.
Como profesor fue un maestro vocacional que intentó en la medida de sus fuerzas ayudar a sus alumnos, “víctimas de la Logse”, expresión muy recurrente en él para describir los efectos del sectarismo progre en el ámbito educativo.
Pamplonica de 1970, de ascendencia paterna italiana y raíces maternas en Olite, plantó cara en su tierra foral al nacionalismo vasco y no escatimó esfuerzos en defensa de la españolidad de Navarra. Numerosas veces fue amenazado por la chusma etarra y proetarra. No les tenía miedo.
En nada de cuanto se implicó que se refiriese a la causa de España pidió otra cosa que más trabajo y más obligaciones. En alguna conversación que mantuve con él sobre los orígenes de su vocación por la cosa pública, no encontré otra cosa que lealtad al impulso juvenil primigenio, si bien la experiencia de la vida y los derroteros de la política le hicieron irlo adaptando a nuevas formas y ambientes en los que tuvo también la humildad de ser leal.
Humildad
La palabra “humildad” le describe bien. Como tantas personas conscientes de su superioridad intelectual y cultural, jamás hacía ostentación de ella. Cual soldado en la trinchera, libró con bolígrafo, máquina de escribir o teclado todas las batallas que pudo y le demandaron, urgido por un intenso sentido del deber. No se limitó a escribir artículos de opinión. Infinidad de propuestas, estatutos, informes, comunicados y programas orientados a la acción concreta en diversos ámbitos gozaron a lo largo de los años su ignota autoría.
En esa humildad y en ese sentido del deber tuvieron mucho que ver su formación y convicción cristianas. Era un católico harto, eso sí, tanto de las complacencias de la Iglesia con las tendencias políticas y culturales de la Modernidad como de su enfeudamiento (en España o en la Italia a la que tanto amó) a partidos e instituciones para las que el apelativo “cristiano” se convirtió en una simple lanzadera con aterrizaje en la poltrona.
A quienes le conocieron bien no hay mucho más que decirles de Pascual Tamburri. A los que no, les bastará saber que dejó huella y se notará su falta. Pero sembró en abundancia, y un día veremos el fruto.