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Los retos inmediatos que prepara Rajoy tras su "deshielo" con Ciudadanos

Son tiempos en realidad de política mayúscula para España, que a sus problemas domésticos le añade otros decisivos en su entorno simbolizados por el Brexit o la inestabilidad en Turquía.

Rajoy saluda a Ana Pastor tras su elección como presidenta del Congreso

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El acuerdo para elevar a Ana Pastor a la presidencia del Congreso es, amén del prólogo de la investidura del propio Rajoy, la prueba de hasta qué punto una buena parte de la clase política y de las tribunas mediáticas se han estado planteando la pregunta incorrecta desde la noche del 26J.

La cuestión no es qué pasaría con el candidato del PP si no conseguía la designación tras el encargo formal del Rey, sino qué ocurriría con los otros tres grandes partidos si se sostenía un bloqueo.

Esto es, dada la imposibilidad de fijar una alternativa a Rajoy –todo lo que ahora hacen el PSOE y Podemos es el prolegómeno de su batalla por encabezar la oposición y librarse el uno del otro para recuperar su caladero de votos o aumentarlo-, la única posible a una investidura frustrada es la repetición, de nuevo, de las Elecciones Generales.

El tiempo ha demostrado que había menos riesgo de desgaste en no poder formar gobierno que en bloquearlo

Algo que, sin beneficiar estéticamente a nadie y a pesar de que distanciaría aún más a la ciudadanía de sus representantes, es harto probable que pasara factura de uno modo u otro a todos menos el PP; único partido que además podría mantener –junto a Ciudadanos tal vez- a su candidato en una lista sin fisuras internas.

Como en ese escenario de reedición electoral –las terceras en menos de un año, un récord lamentable- además sufriría Sánchez el daño irreversible de no ser cabeza de lista –ahora la guerra interna es por la secretaría general; si hay urnas de por medio también habría de serlo el propio cartel del PSOE-; la única manera del alicaído líder de mantenerse en el Parlamento es dejar que el Gobierno se ponga en marcha.

Quien mejor ha visto los movimientos subsiguientes al 26J es el propio Rajoy, pues, y de ahí se deriva una estrategia que es razonable para él pero sobre todo para España: si preguntarse cómo queda él es un error viendo que peor quedan los demás de no haber investidura; conformarse con lograrla de cualquier modo es la segunda equivocación de la resaca electoral.

En la que el presidente en funciones tampoco ha caído, con una habilidad y un oficio que, pese a su agotadora imagen pasiva, evidencia sus virtudes como ajedrecista: es capaz de vislumbrar varias jugadas antes de que se produzcan, tal y como es norma en cualquiera que aspira a ganar la partida.

Por todo ello ahora el debate no es si gobernará Rajoy, sino cómo gobernará. Y salvo que falle en el último movimiento, todo indica que lo hará con la fortaleza mínima necesaria para sortear el inmenso riesgo de conseguir la presidencia para transformarse a continuación en una marioneta de un Congreso fragmentado donde todo el mundo estaría contra todo el mundo en incesantes batallas contra el Gobierno y entre las distintas oposiciones a la vez.

El mínimo que Rajoy se plantea, o al menos ha de plantearse, es el de un pacto de legislatura que incluya la política económica y presupuestaria y la reforma democrática, entendiéndose por tal una miríada de medidas para adecentar la imagen pública de la política, más que una alocada carrera por modificar la Constitución, un canto absurdo que se entona más en el Congreso que en la calle, indiferente a un reto que por alguna absurda razón los partidos colocan a la cabeza de sus prioridades.

Y si Rivera, que pese a algunos errores cometidos y confusiones generadas –de menor enjundia pero soflamadas por sus detractores- fue decisivo el 20D para evitar el asalto a los cielos y va a serlo tras el 26J para que gobierne la lista más votada; da el salto definitivo, al acuerdo de legislatura le añadirá uno de Gobierno que Rajoy tendría y querrá aceptar.

Acostumbrado el periodismo y la política a ubicarse en el vuelo bajo, el compadreo de pasillo y el interés cortoplacista; son tiempos en realidad de política mayúscula para España, que a sus problemas domésticos le añade otros decisivos en su entorno, simbolizados por el Brexit, la inestabilidad en Turquía, el extravío de Europa y el auge del fundamentalismo ideológico y terrorista.

El riesgo de un gobierno débil

Con ese paisaje, el segundo peor problema tras la repetición de las elecciones sería un Gobierno débil en una legislatura corta que, en realidad, equivaldría a acudir por tercera vez a las urnas con una mínima demora para disimular el fracaso colectivo.

Si de verdad se quiere lo mejor para España y se entiende la envergadura de los problemas, ha de demostrarse ahora y sin pudores. Y la única manera de hacerlo es con un pacto de Gobierno sólido, a ser posible en coalición, que incluya una agenda reformista y libre al Ejecutivo del infumable baile que se va a alimentar desde la oposición, con una lucha cainita entre PSOE y Podemos; una ristra de problemas internos en ambas formaciones y una inquietante predisposición a combinar una oposición sectaria en el Congreso con una agitación continua en la calle a la que cabe añadir la prolongación del desvarío secesionista, por mucho que el pacto para la mesa con la nueva Convergencia ofrezca una tímida esperanza a la ‘reconciliación’.

Al PP le viene bien la compañía de Ciudadanos para que el precio de carecer de mayoría absoluta no sea su bloqueo sino la implantación de una agenda reformista. A Ciudadanos le bien igual de bien mojarse del todo en un Gobierno y superar una etapa de aparente equidistancia que en la práctica equivaldría ahora a no ser ni Gobierno ni oposición por mucho que intentara ser ambas a la vez.

Y hasta al PSOE, tras ceder provisionalmente los contados diputados que hagan falta para poner en marcha la legislatura, le favorecería tener un Ejecutivo con visos de perdurar para lograr el tiempo necesario para limpiarse, volver a su esencia y librar mientras una durísima batalla con su único enemigo real, que es Podemos, pues es el resto son meros rivales.

La pregunta que necesita resolver es España no es quién la va a gobernar, sino cómo va a hacerlo y para qué. El resto son fruslerías impropias del desafío real que o bien son atrezzo en la inevitablemente hipócrita liturgia de la negociación o, y esto sería peor, indicios de un bajísimo nivel político general.