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Sigue siendo ilegal e inmoral

La participación de miles de catalanes no legitima el Golpe ni lo hace menos ilegal: sólo divide a los ciudadanos y pronosticia tensión y disturbios callejeros en Cataluña.

El Paseo de Gracia, en Barcelona, durante la Diada

El Paseo de Gracia, en Barcelona, durante la Diada

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La participación de medio millón de catalanes en la manifestación secesionista de la Diada no cambia el futuro inmediato del soberanismo ni legitima a sus impulsores ni, en ningún caso, otorga una pátina democrática a las infumables pretensiones del llamado 'procés'.

La Diada sólo sirve para dividir más a los catalanes e invitar a la juerga a los antisistema de toda Europa

Lo único que sí logra, tristemente, es visualizar la fractura entre catalanes, divididos como nunca por la irresponsable carrera hacia la nada de unos dirigentes que se han servido de sus poderes constitucionales para arramblar, sin ningún miramiento, contra la mayor y mejor de las virtudes de la Carta Magna: su apuesta por la convivencia.

¿Habrá disturbios?

También es posible que haya conseguido algo más, igual de deplorable: transformar Barcelona, y por extensión Cataluña, en un hervidero de antisistemas e indignados sin razón que, al calor de un Golpe de Estado en toda regla, van a convertir las calles en un probable escenario de disturbios, tensión y enfrentamientos el próximo uno de octubre.

Sólo hay que leer los análisis del cretino de Assange, favorables desde la ignorancia al golpismo, para intuir que lo mejor de cada casa europea se va a ir de vacaciones a Barcelona para intentar celebrar allí un aquelarre nihilista a la salud de San Jordi, Davos, el Gamonal, Can Vies o hasta Camboya si los tontainas de Arrán y los jemeres de la CUP logran imponer su prosopopeya.

Ése es el único balance seguro de una Diada que ha confirmado la perversa naturaleza del independentismo, consistente en la expulsión de una manera directa o velada de todo aquel que no comparta su objetivo: no solamente les sobra España a Puigdemont y todas las forcadeles y pujolas del sainete; también les molesta la parte de Cataluña que no suscribe sus planes de ruptura por razones que van desde el temor económico hasta la fidelidad histórica, afectiva, cultural, familiar o legal a España.

Totalitarismo y fundamentalismo

Sólo hay que recordar la invitación del nada honorable president a los vecinos de distintas ciudades a que presiones a sus alcaldes al objeto, declarado sin sutileza alguna, de que dediquen espacios municipales a la consulta ilegal para entender que el soberanismo es una mezcla medieval de totalitarismo y fundamentalismo con el que no se puede ni dialogar ni razonar: sólo padecer, como se quejaban ya Ortega, Azaña o Unamuno; o sofocar, como no le quedó más remedio al Gobierno de la Segunda República o al que ahora encabeza Rajoy.

Sobre esto, conviene no engañarse por la mezcla de eufemismos y cantos libertarios que entona siempre el secesionismo, con la inaceptable complicidad de algunos de los ochenta Podemos que componen el partido de Pancho Villa Iglesias y la indefinición, según el día, del de Pedro Sánchez: ni el independentismo se conforma con una votación -en todo caso ilegal siempre- ni le mueve un sentimiento democrático romántico.

A lo que aspira es a la independencia, y el referéndum sólo es una forma de maquillar la declaración unilateral que en realidad está presente en todos sus actos y decisiones.


El procés es una ilegalidad y un robo: pretende hurtarle el derecho a decidir a 46 millones de personas


Y al respecto a la apelación a los votos y las urnas, basta con recordar que eso es precisamente lo que garantiza la Constitución a la que apedrean: sólo quieren votar ellos, los secesionistas, diga lo que diga la ley y el auténtico sentido democrático.

Un robo

Y por ello todo el proceso es, amén de una ilegalidad, un robo: simplemente quieren lograr algo imposible hurtándole primero al conjunto de los ciudadanos el único derecho a decidir existente, que es el que tienen los 46 millones de españoles.

Imponer la ley, especialmente cuando protege valores democráticos innegociables y representa al conjunto de la ciudadanía de un Estado de Derecho, no es una opción, sino una obligación. Y hacerlo con respeto a los procedimientos, por mucho que a menudo exaspere la lentitud que comporta, una exigencia.

Tiempo habrá de reflexionar sobre qué se ha hecho mal para que un fenómeno tan impúdico como el independentismo haya llegado a tan desquiciado paroxismo en las narices de una inane España incapaz de quererse mejor.

La reforma, en el sentido opuesto

Y también para estudiar que reformas, de todo tipo, son necesarias tanto para evitar la institucionalización del rupturismo cuanto para rearmar el proyecto constitucional compartido: basta repasar la Constitución alemana para entender que, en el futuro, es crucial recuperar las competencias educativas, transformadas en Cataluña en una herramienta de contaminación masiva; e ilegalizar sin más a quienes quieran destruir el sistema sin respetar los cauces que éste ya tiene para cambiarse.

Pero ahora lo que toca, simplemente, es aplicar la ley, recordar que ésta protege la soberanía nacional como expresión de los derechos de casi 50 millones de españoles y garantizar que el Estado y quienes lo componen, en todas sus instituciones y partidos, van a cumplir a rajatabla con sus obligaciones.

Aunque se llenen las calles de policías, los calabozos de secesionistas y los juzgados de querellas a esta tropa xenófoba, desleal y tercermundista que engaña a sus ciudadanos para que se mueran envenenados mientras brindan con un rico elixir inexistente. Que cada tonto aguante su vela.


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