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Otro debate

Ni Sánchez ni Rivera ni Iglesias ni Sáenz de Santamaría. Lo llamativo fue ver a la presentadora haciendo un inédito ejercicio de humildad para no saltar el atril.

Al final lo que casi todos esperaban del debate: todos vencedores y poco más.

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‏@A3Noticias: “Todos los participantes creen haber ganado en el día después del #7dElDebateDecisivo”.

Al final, lo esperado; es decir, nada.

Los ciudadanos, los que no pueden escapar de la vida real, viven acuciados por un tiempo de emergencias, desbordados por profundas transformaciones que aún no han llegado a comprender, perplejos ante las que empiezan a vislumbrarse y, por encima de todo, preocupados por un mundo enloquecido que se retuerce a tan sólo dos pasos de su casa.

Pero ha de reconocerse que hubiese sido excesivo esperar que en un debate electoral alguien fuese capaz de explicar un plan de viaje sensato y sincero, para transitar con ciertas garantías de tranquilidad y esperanza por ese inquietante futuro que se avecina.

No está en su naturaleza. O, para ser más precisos, no está en su formato, que sólo permite lanzar proclamas de lo propio tamaño pin, y atacar lo ajeno con indiscriminadas enmiendas a la totalidad.

Pero los debates electorales sí tienen una utilidad, y no pequeña: permiten a los ciudadanos acercarse, aunque sea fugazmente y a puro golpe de intuición, a la naturaleza íntima de los candidatos. Olfatear la persona que se esconde tras los carteles y la música pachanguera de los mítines.

Y eso es lo que nos ha proporcionado el debate del lunes (además, claro está, del disfrute de asistir al inédito ejercicio de humildad de Ana Pastor, reprimiendo su natural instinto de saltar por encima de la mesa y ocupar el lugar de los candidatos).

De Pedro Sánchez nos quedamos con sus risas. Ya se trate de un parte meteorológico o de la estrategia a seguir en Siria, Sánchez lo escucha todo en posición de sonrisa permanente, demostrando además una variedad en su armario gestual tan rica como su ropero de camisas blancas.

Y siempre preocupado por aportar su personal música de fondo a las intervenciones de sus contrarios, con sus permanentes pellizcos de monja por lo bajini, tan sesudos como las gracias de los castigados al fondo de la clase.

El camarada Pablo Iglesias, lo de siempre: antes muerto que humilde, aunque sus meteduras de pata vayan desde inexistentes referéndums de independencia a ritmo de castañuelas, hasta colapsos idiomáticos dignos del mejor Cantinflas (lo de “House Water Watch Cooper” fue el momento estelar del debate). El complejo de superioridad moral y la condescendencia para con los que piensan distinto siguen siendo irreductibles. El lunes se alistó también la cursilería, y es que desde aquel “el miedo cambia de bando”, la revolución ya ha comprendido que es tiempo de adaptar el manual.

Albert Rivera no convenció, porque no podía hacerlo: el convencimiento nace del matiz, y el matiz del tiempo y el intercambio de ideas; y nada de eso cabe en un espectáculo. Pero se mostró ilusionado y queriendo ilusionar, la música que tarareó sonó bien y, además, a diferencia de Iglesias estuvo nervioso, lo que confirmó a los incrédulos que no es un inconsciente iluminado, ignorante de la gravísima responsabilidad que supone gobernar.

Y en cuanto a Soraya Sáenz de Santamaría, no estuvo. Al menos, no completa. La vergüenza se la dejó en Moncloa, con los fantasmas de Gürtel, Púnica, Bárcenas, Rato, Caja Madrid, las obras de Génova y los ordenadores machacados a golpes. Pero, sobre todo, con la voluntad deliberada de no tocar la LOPJ, pilar esencial del perfecto sistema de corrupción que campea intocable en España desde 1985. Con tanto cadáver en el armario, hay que ser de una naturaleza muy especial para poder mirar fijamente a la cámara, indignarse y presentarse a uno mismo como incansable martillo de corruptos.

El caso es que podíamos haber cambiado de canal y no lo hicimos. En el fondo se trataba de comprobar que, aunque nerviosa y danzarina, la esperanza de cambio seguía allí.

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