El disfraz de Pablo Iglesias que causó sensación tumba la hemeroteca
No es difícil encontrarlos, pero la pereza y la desmemoria han jugado a su favor. Hemos vuelto a despertar a la criatura sacándola de fiesta. Youtube no engaña a nadie. No hace falta rascar.
@ahorapodemos: “Muchas gracias a los y las que habéis hecho de hoy un día histórico #20DicPodemos”.
A las 12 de la noche del domingo, Podemos conseguía 69 escaños en el Congreso de los Diputados. El porcentaje de votos alcanzado era de casi el 21%, es decir, más de cinco millones de españoles habían depositado su confianza en el partido de La Tuerka.
Tiempo habrá para elaborar sesudos análisis políticos y sofisticadas exégesis demoscópicas. Las “claves que todo lo explican” se multiplicarán, floreciendo tantas como sabios de la cosa política habitan en las tertulias de televisiones y radios. Habrá tantas y tan buenas interpretaciones que nos harán olvidar la que nuestro sentido común nos sugirió en tiempo real, instintivamente, cuando salieron los primeros resultados: Pablo Iglesias.
Es cierto que durante las dos semanas de campaña, Pablo Iglesias se sometió a un proceso de edulcoramiento realmente notable. Su volumen de voz fue cayendo hasta hacerse casi inaudible (Iglesias ya no hablaba, te susurraba como el entrañable párroco de la aldea de los abuelos). Una plácida y beatífica sonrisa terminó apoderándose de su cara, en un proceso de colonización que para sí quisiera el mejor de los bótox. El gran líder llegó incluso a presumir de exquisito en las formas, recordando sus civilizados debates con Albert Rivera en contraposición a las malas formas de la vieja política. Es más, hasta tal extremo llegó su catarsis socialdemócrata que el día de reflexión a punto de estuvo de retratarse ante las cámaras dándole el biberón al hijo recién nacido de Carolina Bescansa, en un posado digno del mejor revival de “La Casa de la Pradera”.
Es cierto también que Podemos jugó al increíble juego de la socialdemocracia (se confirma que el comandante Chávez aún sigue descoyuntándose de risa en su tumba) e, incluso, al juego de hacerse pasar por el hermano más modernito de Ciudadanos, algo malote pero, en el fondo, igual de fiable y buena gente (“partidos convergentes” los llamaban, poniéndolos en el mismo saco de esa inefable modernidad que todo lo iguala y suaviza). Es cierto que jugó los dos juegos y que los dos los ganó. Bien es verdad que muy difícil no lo tuvo, puesto que no protestó nadie. Absolutamente nadie.
Todo esto es cierto. Pero no lo es menos que no cuesta mucho encontrar en Youtube el video del escrache a Rosa Díez, que Pablo Iglesias organizó y lideró en la Complutense, negándole la palabra por el sólo hecho de pensar distinto. También es cierto que tampoco supone un gran esfuerzo recuperar las declaraciones en las que Pablo Iglesias hablaba de una justificación política de los crímenes de ETA, defendía el "control público de los medios de comunicación" -o sea, la vieja censura franquista de toda la vida-, o asumía como perfecto modelo a seguir el régimen bolivariano.
Son dos los privilegios que adornan a toda buena sociedad burguesa, occidental, democrática y libre: la pereza y la frivolidad. ¿Para qué leer los programas o informarse sobre los antecedentes de los partidos, o los hechos y dichos de sus candidatos, si a golpe de un par de debates en la tele puede quedar todo tan claro como la clamorosa inocencia de González en los GAL o la indignante deslealtad de Bárcenas para con el candoroso PP?
Quizás habría que sumar también un tercer privilegio: la desmemoria. En nuestro caso, la desmemoria de lo mucho que nos costó alcanzar la libertad (casi cuarenta años de un régimen cuartelero, que logró rebajar España a la triste condición de un país bananero en medio de una Europa de progreso, razón y libertad) y la desmemoria de lo fácil que es perderla, según nos ha enseñado siempre la Historia.
Pereza, frivolidad y desmemoria. Cinco millones de españoles han recorrido ese camino, cuyo punto de destino ha sido Pablo Iglesias, convirtiéndolo en el inquietante bostezo de una ideología rancia que en España aún no termina de dormirse para siempre (resulta curioso que mientras los venezolanos, los padres de la criatura, la han mandado ya a la cama, nosotros aquí la hayamos vuelto a despertar, sacándola otra vez de fiesta).
Sobreviviremos a esto. Siempre lo hacemos. Lo único irritante es que esta cíclica necesidad de sobrevivir a nuestros propios actos parece haberse convertido en el puñetero deporte nacional. ¿Para cuándo uno más sosegado como el té de las cinco?