Cuento de Navidad: la alucinación de Mas se topa con la realidad
Se avecinan tiempos oscuros de incertidumbre, pero esta vez sin que haya dragón al que echar la culpa ni san Jorge al que acudir. Es el precio de la libertad y la consecuencia de dilapidarla
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Había una vez un viejo reino que ocupaba una de las tierras más hermosas del mundo conocido, flanqueada por altas montañas al norte, valles infinitos al oeste y el más verde de los mares al este.
Las viñas y cultivos que lo recorrían alimentaban directamente a los dioses y éstos, a cambio, lo protegían de los rigores de tempestades, plagas y sequías.
Su historia se remontaba al principio de los tiempos, porque desde que los hombres pudieron decidir, él había sido el destino elegido por muchos.
Desde los desiertos del sur, el silencio del norte o el misterio del oriente, oleadas continuas de viajeros habían arribado a esta tierra, y en ella habían decidido quedarse, creando un paraíso cuajado de lenguas distintas e incontables creencias.
En su afán por competir con la naturaleza, sus habitantes se consagraron a crear belleza de la piedra, alumbrando portentosas catedrales, monasterios, torres y palacios. Y colores, sonidos y letras, en una corte de genio e inspiración que llegó a ser la envidia del mundo.
Y, al final, también la libertad: “Ja sóc aquí”. El viejo druida había regresado de su largo exilio, decidido a proteger la libertad de los hombres, perdida durante los Años Oscuros. Y aunque no pudo impedir la mezquindad y la podredumbre de los que le sucedieron, el charco nunca llegó a ahogar el derecho del pueblo a poder decirles que no (aunque el pueblo nunca lo ejercitó).
La generosidad de la tierra y el trabajo de sus moradores dotaron a éstos de una prosperidad envidiada por sus vecinos y, aunque a veces los dioses exigieran como tributo por tanta fortuna tiempos de pasajeras penurias, nadie dejaba de dar gracias todos los días por habitar tal paraíso… Hasta que ya no fue así.
Un día alguien gritó “¡Infierno!”, un coro de resentidos sin causa lo repitió y repitió; y muchos, aburridos de prosperidad y libertad, se lo creyeron.
Hoy, el viejo reino es un cortijo de caos y delirio, perdido en manos de extraños ingenieros sociales, entregados a la construcción de su irrealizable alucinación colectiva con el fanatismo del que carece de toda meta personal que perseguir.
Se avecinan tiempos oscuros de inquietante incertidumbre, pero esta vez sin que haya dragón al que echar la culpa, ni san Jorge al que acudir. Es el precio de la libertad y la consecuencia de dilapidarla.