Carles Puigdemont prefiere musulmanes a andaluces y pagará por ello
¿Todo por Cataluña o todo contra España? El catalanismo se ha aliado con todas las extremas izquierdas y con las masas de inmigrantes. Ni tendrá independencia ni salvará Cataluña.
Con Carlos Puigdemont al separatismo catalán le ha llegado la prueba del nueve, el momento de demostrar que ha superado tantas contradicciones. No, no me refiero a la difícil conjunción entre la burguesía derechista de Convergencia y la no menos burguesía pero izquierdista de Esquerra. Ni a la aún más difícil convivencia entre la izquierda de Esquerra y la extrema izquierda de Podemos. Ni a la teóricamente fácil, leninista o ácrata, entre Podemos y las diversas facciones de la CUP. El independentismo da mucho de sí. Pero la demostración de su cohesión y sinceridad vendrá por otro camino: el de la inmigración extraeuropea.
Durante más de un siglo, se ha pregonado el “hecho diferencial” catalán; partiendo de una realidad cultural evidente, se ha creado una identidad colectiva nacionalista falsificada y se ha pretendido reivindicar una independencia sobre la base de que Cataluña era una nación y España no. La consecuencia lógica era afirmar que la identidad catalana no podía convivir en el Estado nacional español y que necesitaba otro marco, propio y autosuficiente, que garantizase su ‘etnia’, sus tradiciones, su lengua, su folklore y todo aquello que hacía a aquella región “diferente”. Hasta hoy, el nacionalismo catalán tiende a ese fin, que es coherente con su trayectoria.
Desde 2001, sin embargo, distinguidos nacionalistas catalanes están haciendo la prueba del nueve de su matemática divisoria. Marta Ferrusola primero y Heribert Barrera después afirmaron que la inmigración africana y asiática pone en peligro la identidad cultural y religiosa de Cataluña, y que, en medio de todo, los charnegos inmigrantes eran bastante más asimilables que la oleada islámica que es tan evidente en las ciudades catalanas. Pero la extrema izquierda ha impuesto por su parte la idea de que “quien quiera ser catalán, que sea catalán”, es más, bienvenido sea con su religión y su cultura siempre que se afirme catalán y aprenda la lengua.
Al margen de la opinión que merezca la inmigración actual, es evidente que el nacionalismo catalán está ante una disyuntiva histórica. Cataluña y el País Vasco, incluso aceptando lo inaceptable (que sean naciones distintas de la española), tienen con España y con el resto de los españoles vínculos milenarios de naturaleza antropológica, cultural y religiosa. En el peor de los casos, un castellano o un gallego tienen con un ampurdanés muchas más cosas en común que un rifeño, un pakistaní, un senegalés o un bubi. Y sucede algo más, que tanto el venerable señor Barrera como la señora de Jordi Pujol reconocieron antes que este Puigdemont multicultural-pero-anti-español, discípulo de Artur Mas, heredero del corrupto Jordi Pujol: Cataluña fuera de España carece de envergadura demográfica y política para dar una respuesta propia a un problema trascendental como éste. Pero Carles Puigdemont, protagonista ahora, no lo ha reconocido.
Esta es la prueba del nueve de los separatismos españoles: incluso sin renunciar a ninguno de sus presupuestos, resulta que sólo en el seno de España pueden preservarse y florecer los rasgos esenciales de lo catalán, y de lo vasco. Sólo como españoles, y eventualmente como europeos, pueden darse respuestas modernas, eficaces y atrevidas a las grandes cuestiones de 2016. Por amor a Cataluña, por amor al País Vasco, tal vez sea el momento de infundir a toda España el mismo amor por la identidad común, que bien podría eclipsarse en el curso de esta generación.
Si por el contrario, más por odio a España que por amor a lo catalán, alguien persiste en cerriles separatismos decimonónicos, sabremos algo con certeza: no sólo son enemigos de la nación española, sino también de Cataluña. Y el Gobierno del Partido Popular tendría que haber actuado en consecuencia, hace mucho, sin necesidad de llegar por intereses de partido al borde del abismo.
Puigdemont, Mas y Pujol no son ciegos. Los enemigos de España en Cataluña saben sin duda que junto a las Ramblas funciona la populosa mezquita “Tariq ben Ziyad”. Todos los padres de la Patria, o de las patrias, deberían tener bien presente el nombre de este musulmán, el caudillo de la expedición que desembarcó en 711, dando nombre a Gibraltar y ocupando ocho siglos dolorosos España entera. ¿Creen de verdad que con darles una senyera y unas clases de catalán artificial los convierten en aliados de un proceso en el que lo esencial ya no es construir Cataluña sino destruir España aunque sea destruyendo también Cataluña?