El Parlamento de la calle
El Congreso debe parecerse a la sociedad: hombres, mujeres, gays, transexuales, gitanas, pensionistas, parados, inmigrantes, profesoras, fontaneros, con rastas, con tatuajes…
El Parlamento no es el patio de vecinos ni la taberna de Manolo, pero de ahí a que sea un cementerio de cadáveres políticos como el Senado o un lobby de funcionarios de partido y abogados del Estado, como el anterior Congreso, hay un trecho.
La estupidez esa de «Sus Señorías» queda muy bien en la boca pastosa de aquel autoceremonioso Pepe Bono, que reñía al ministro Sebastián por no usar corbata, pero es una antigualla del siglo XIX: quienes se sientan en los escaños son simples representantes de la ciudadanía. No menos, pero tampoco nada más. Nada de Señorías: servidores del pueblo, empleados a sueldo, bien pagados, de quienes pagamos los impuestos y sostenemos con nuestro trabajo todo el tinglado.
Las Cortes, más que una reunión de comisionistas piojosos y altos funcionarios con traje y corbata, debiera ser una representación real de la sociedad española en enero de 2016. Si el último Barómetro del CIS nos informa de que hay un 20% de parados, de los 350 diputados, 70 debieran ser parados y desahuciados: otro gallo cantaría.
A una cámara de 350 representantes, le corresponden 175 hombres y 175 mujeres, sin cuotas. Si el 40% de los hogares españoles ingresan menos de 1.800€, unos 140 diputados y diputadas debieran estar en esa franja salarial, además de otros 70 de personas extraídas del 20% de los que no tienen “ningún ingreso” (pregunta 36, CIS).
Podríamos hacer la distribución por oficios: desde luego, no acierto a ver en este nuevo Parlamento bien representados a los marineros gallegos, asturianos y vascos, ni a los mineros del Bierzo. Hubo en tiempos algún diputado minero (Conrado Alonso), como hubo algún gitano (Heredia); pero tampoco veo que los partidos den cabida en sus listas a las minorías marginadas, salvo excepciones como la diputada gitana de Podemos.
Si hacemos la distribución territorial, el senado no hay que cerrarlo como dice Albert Rivera: hay que dinamitarlo, porque es la cámara de la no representación territorial. Un disparate elevado a categoría de ley del embudo, inmoral e injusta, donde sestean los ateos, pues ningún senador cree que haya otro cielo ni otra vida mejor después.
En resumen, la salud de nuestra democracia mejorará si expulsamos de las Cortes a los comisionistas piojosos (en cuya conducta, “organización criminal” ha dicho el juez, Mariano Rajoy no veía nada raro hace quince días) y dejamos que entren esos jóvenes sobradamente preparados, con o sin rastas, cuyos colegas de promoción con premio extraordinario fin de carrera emigran al extranjero, expulsados por un sistema laboral excluyente y suicida.
El Congreso –una vez suprimido el Senado– debe parecerse a la sociedad: hombres, mujeres, gays, transexuales, gitanas, pensionistas, parados, emigrantes, inmigrantes, profesoras, fontaneros, con rastas, con tatuajes, con piercings, como tus hijas, las mías y las del vecino. Eso es lo normal: lo anormal es que se parezca a Pepe Bono o a Celia Villalobos.