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Coaliciones, pactos contra natura y otros males de la democracia

Los pactos son la moda. PSOE con Podemos, Podemos con los batasunos, los batasunos con IU, IU con la CUP, catalanistas con PSOE, socialistas con Ciudadanos, Rivera con PP. ¿Es democracia?

La tentación de evitar enfrentamientos políticos mediante concesiones al rival es vieja como el mundo.

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El Gobierno y su no demasiado leal oposición socialista parecen decididos a no resolver juntos los grandes problemas del país. Rajoy y Sánchez no se miran; y sin embargo no nos han dicho si lo hacen por España, que sería su misión.

No es que los pactos sean siempre lo buenos… Ya pactaron Aznar y Zapatero, con sus secuelas y adláteres, felices y satisfechos con su pacto por la justicia, y hablaron de acercar sus posiciones en campos tan dispares como la educación, el aborto, la inmigración y los impuestos. ¿Era bueno? Traicionaban sus promesas a cambio de poder para el partido y para ellos, mucho peor que Romanones.

La tentación de evitar enfrentamientos políticos mediante concesiones al rival es vieja como el mundo. Los ejemplos de sociedades crispadas y divididas son demasiado dramáticos como para olvidarlos, y nadie dirá que un pacto de Estado, o una política consensuada, sean por sí mismos malos.

Pero los españoles estamos olvidando uno de los principios básicos de la democracia, lo que realmente hace grande la verdadera democracia: el pueblo elige a sus representantes, en función de sus propuestas electorales. Después, unos vencen, y por lo tanto gobiernan, aplicando en lo posible su programa electoral y dirigiendo el país conforme a sus principios políticos; y otros pierden, y constituyen la minoría, que es respetada, y que tiene voz para vigilar al Gobierno, pero que, por haber sido vencida en las urnas no está llamada a dirigir el país.

Hay países democráticos que han olvidado estos sanos principios. Austria, Italia, en cierta medida Alemania, durante más de medio siglo han sido gobernadas por “grandes coaliciones”, de hecho o de derecho, en las que no había diferencias reales entre derechas e izquierdas: votase lo que votase el pueblo, las decisiones eran tomadas por los políticos, unidos y aislados, que se repartían además el aprecio de las televisiones y los puestos rentables y prestigiosos. No es casualidad que en estos países el descontento del pueblo haya dado lugar a movimientos tumultuosos de protesta.

En España la política del consenso no es nueva. Adolfo Suárez gobernó consensuando decisiones grandes y pequeñas, dentro y fuera de su propio y demencial partido. Bien, es evidente que en ciertos temas era entonces necesario pactar, porque había que definir un marco común de convivencia. Pero no es menos cierto que la política de pactos hizo posible la conquista del poder por los socialistas, y alejó durante más de una década al centroderecha del poder, sin que por ello los españoles viviesen mejor o más felices. Diga lo que diga Albert Rivera, que dudo que se lo crea de verdad, el duque de Suárez no fue un modelo de estadista ni de demócrata.

En pleno siglo XXI vuelve la tentación del consenso. En ciertos temas de Estado, como puede ser la reforma del sistema electoral, y por supuesto un pacto antiseparatista, es evidente que el apoyo del PSOE al Gobierno popular era deseable, y lo habría sido a la inversa. Pero no llegó. Y no todo puede pactarse, ni consensuarse. Mariano Rajoy tiene un programa electoral explícito, y unos principios políticos implícitos, que no puede abandonar sin que sus electores se sientan traicionados. También los tenía en 2011, entonces con mayoría absoluta, y véase dónde quedó todo. El Partido Popular no tiene razones para sentir una “mala conciencia” derechista, ni para acceder a las exigencias presuntamente progresistas del extremismo marxista, minoritario y derrotado. El pueblo español quiere que Rajoy gobierne, y cumpla sus compromisos, y que busque una mayoría viable con variaciones sobre esa base. El resto es traición.

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