El Gatopardo se sienta en el banquillo de Palma
El juicio está aportando una novedad. Todos los pactos con la fiscalía conducen a una misma barrera protectora, una línea roja: salvar a la monarquía.
Los lectores y lectrices de esta modesta columna saben que con frecuencia empleo la ironía y cierto sentido del humor, descreído y escéptico, como herramientas de análisis de la actualidad política. Créanme que no lo hago por frivolidad, sino por simple instinto de supervivencia. Tal es el nivel al que ha llegado la degradación de la cosa pública.
La degradación del espacio público, convertido el Parlamento en plató de TV y las ruedas de prensa en feria de las vanidades, es una calamidad y, ¡ojito!, no es casual: cada minuto que empleamos en las tertulias y debates en hablar de la pajarita de Pablo Iglesias o del bebé de Bescansa, se nos escapa vivo un corrupto. Es por ello que he meditado estos días de carnaval –nada más apropiado, con Larra en la mesilla de noche– sobre la conveniencia de desembarrar el campo. Necesitamos juego limpio: amputar del debate público la pornopolítica y competir por el “y tú más… limpio, más transparente”. Que el paradigma de la corrupción, doña Esperanza Aguirre, cope todas las portadas y programas de TV, confirma lo dicho: pornografía en estado puro. Hablemos de cosas serias.
Hablemos del juicio a la monarquía borbónica que se sustancia ante el Tribunal de Palma de Mallorca. Al amarillismo político y a la prensa del corazón (es decir, casi toda), les interesa el detalle morboso de si la Infanta de España pagaba las clases de salsa y la comunión de sus hijos con sobornos de Jaume Matas. Pero el meollo de la cuestión es otro: la corte del Rey Desnudo.
El juicio no está aportando grandes novedades (no se dejen engañar una vez más por los titulares: hay que rellenar dos horas de programa e inventar una noticia explosiva cada diez minutos hasta la vaciedad absoluta). Casi todos los detalles que se están contando, están hace meses escritos con el pulso firme del juez Castro en el Auto de procesamiento. Perdonen que hable de mi libro, pero me tomé la molestia de desmenuzar aquel Auto en 1001 tuits publicados primero en Twitter y luego en el libro “1001 tuits por amor” (Amazon). He leído y analizado el Auto varias veces: está todo ahí, y tan bien hilvanado y con tal profusión de datos, pruebas y evidencias, que la sentencia no podrá ser sino condenatoria. Dejemos al diablo los pequeños detalles.
El juicio sí está aportando una novedad, una consigna en manos del fiscal Horrach: “Salvemos al soldado Juan Carlos I”. Todos los pactos con la fiscalía conducen a una misma barrera protectora, una línea roja: salvar a la monarquía. Urdangarin era un golfo (“nos salió rana”, diría Espe): caiga sobre él todo el peso de la Ley. Torres un listo, Matas un paleto sin escrúpulos y la Infanta una incauta. Este relato es infumable, Majestad: el caso Noos y todo cuanto lo rodea apela directamente al corazón de la Zarzuela y a su corrupta corte de los milagros.
La Infanta Cristina y Urdangarin no eran dos infiltrados en el Palacio Real, dos antisistema a los que ahora hay que apartar como apestados (¿qué tontería ignominiosa es esa de que “ya no forman parte de la familia real”?). La hermanísima y el cuñadísimo de Su Majestad Felipe VI son piezas consistentes y coherentes del sistema palaciego tejido durante 40 años en las cloacas de la Zarzuela: herencias tipo Pujol, cuentas en Suiza y paraísos fiscales, amistades peligrosas con jeques árabes delincuentes, medias verdades históricas, cacerías franquistas, cuernos conyugales y demasiados secretos de Estado.
Esto es lo que de verdad se sienta en el banquillo de Palma, aunque Matas niegue con voz débil la llamada del Rey emérito (cosa que nadie se cree) para cumplir el pacto con el fiscal: yo exculpo a Su Majestad y tú me echas una mano. Aunque don Juan Carlos I no esté acusado, ni siquiera comparezca como testigo y no haya dado ninguna explicación seria desde su placentero retiro, lo que se juzga en Palma es la corrupción consentida durante su reinado. Dimitir a toda prisa para irse de rositas no es más que, de nuevo, la vieja ley de Lampedusa: que parezca que todo cambia, para que todo siga igual.