Los alcaldes del cambio
Se cumple un año del "asalto" al poder municipal de los autodenominados "alcaldes del cambio". Es hora de hacer balance aunque, ciertamente, el cambio ha sido agotador.
Lo peor del cambio es que es agotador. La grandeza histórica del proceso iniciado por humildes gobiernos en Madrid, Santiago, Barcelona, Cádiz, Valencia o mi Alcalá de Henares tal vez lo explique, pero en todo caso es extenuante seguir su brillante hoja de ruta: del círculo a la asamblea ciudadana; de allí a los plenos vecinales; luego a la confluencia; más tarde a la primavera social y, entre medias, a la marea de siglas, matrimonios, mestizajes, intercambios y acuerdos que permiten a un señor sin estudios ser el número uno en su pueblo, el dos al Senado, el tres en la lista de integración al Congreso, el cuarto en el nuevo partido y el quinto en honor a Bódalo.
Ustedes ya no se acordarán, pero hace un año la imagen en la práctica totalidad de las ciudades españolas era dantesca: miles de niños morían de hambre en las calles, abandonados como un gorrión caído del nido; las ancianas entraban exangües a los hospitales con una tarjeta de crédito en la boca; hileras inmensas de coches de alta cilindrada agujereaban el ozono atropellando a su paso a mujeres embarazadas, un psicópata llamado Austeridad perpetraba crímenes en las noches oscuras y los días claros sin complejo alguno y el paisaje general remitía a la macilenta, sucia e inhumana ciudad descrita por Paul Auster en ‘El país de las últimas cosas’:
“El viento de la ciudad es brutal, siempre irrumpiendo en ráfagas desde el río y zumbando en tus oídos, empujándote hacia adelante y hacia atrás, arremolinando papeles y basura a tu paso. No es extraño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas, aferrados los unos a los otros, sirviéndose de lastre contra la ventolera. Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan que es mejor esperar tranquilamente en un rincón que ser arrojados contra las piedras”.
Era un acabose, un Apocalipsis cotidiano. Pero vino Kichi. Y Ada. Y Carmena. Y así una larga lista de personajes legendarios que, de por sí o en alianzas con descarriados socialistas en busca de redención, han liberado Madrid, Santiago, Zaragoza, Valencia, Barcelona o Cádiz para traer una eterna primavera social que ya llevamos doce meses disfrutando.
Es “el cambio”, clímax de una ilusionante neolengua que ha poblado el acervo popular de términos liberadores de uso ya cotidiano:
- ¿Confluimos el sábado en el Bar Pepe?
- Póngame una marea de quesos variados.
- Hoy cenamos con el núcleo irradiador.
La caverna dirá que por primera vez en la historia en la capital hay más paro que en la región en su conjunto; que Carmena pinta menos en su Gobierno que Los Chichos en la Scala de Milán; que con Colau hay más fugas de inversores en Barcelona que narcolepsias en una película del turco Ceylan; que Kichi ha elevado la chirigota a categoría legislativa o que en Valencia el principal logro ha sido defender la escuela pública por el curioso método de perseguir a la concertada.
Pero nada de eso es cierto. O si lo es, resulta irrelevante al lado de un bien mayor: empoderar al pueblo, tras rescatarlo, y recuperar las instituciones. No entiendo muy bien tanta palabrería que sólo a los insolventes nos parece cursi, ni tampoco por qué bajo ellas se encuentran los mismos problemas de siempre y algunos nuevos en términos de convivencia, espectáculo, enfrentamiento y nepotismo.
Pero uno de ellos, Íñigo Errejón, contribuye a explicarlo a las mentes más obtusas en una entrevista con el Correo del Orinoco fechada en el no tan remoto 2013 de la no tan lejana Venezuela. Entonces le preguntaron por las ya largas colas de ciudadanos en las puertas de comercios e hipermercados e Íñigo, a quien se atribuye una cierta laxitud y tolerancia frente a la ortodoxia del Podemos más pablista, lo justificó así:
“El aumento de la capacidad de consumo es producto de la Revolución Bolivariana”. Hay más colas, simplemente, porque la gente al fin puede permitirse comprar. Si aún no hemos entendido la dimensión del cambio, no será porque en estos doce meses mágicos no lo han venido avisando con pletórica e involuntaria sinceridad.
Se merecen un manojo de aplausos.
Posdata. En la segunda ciudad de Madrid y única Patrimonio de la Humanidad gobierna una coalición del PSOE más sanchista con el Podemos más pablista y la IU menos garzonista. Es un grado más en la evolución del Proceso, que arroja entrañables postales del cambio: allí, en la tierra de Cervantes y de Cisneros, acaban de celebrar una cumbre nacional de monedas sociales. Y estudian abrir una escuela de agricultura para, en dos años de nada, llevar por los caminos del autoempleo sostenible a albañiles en paro. Es lo que tiene la revolución nórdica.