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Falta de teoría

Para unos “la práctica” lleva a tertulias interminables en las que al final no se concluye absolutamente nada y en las que el espectador acaba normalmente más confundido que al principio.

Falta de teoría

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Una de las demostraciones de palmaria estupidez más evidentes que puede dar una persona es cuando manifiesta la convicción de que “una cosa es la teoría y otra la práctica”. Con ello se quiere decir que “teorizar” es perderse en vaguedades mientras que la vida exige soluciones concretas. La idea se puede re-exponer de muchas maneras, algunas muy sofisticadas; sin embargo el grado de estupidez permanece invariable. A ciertos niveles -los más “populares”-, esta idea se ha transformado en un lugar común . Es como si se dijera que los vuelos espaciales han podido hacerse al margen de la mecánica de fluidos o de la teoría gravitacional; o que puede ponerse una sola vacuna sin el conocimiento de la teoría celular, de la inmunología básica o del dogma central de la biología molecular. Alguien que pretendiera cosas así entre personas cualificadas sería tomado por un insensato o por un orate.

Pese a todo la idea se ha asentado ampliamente en la política, donde el asunto se formula de manera recurrente, siempre -no lo olvidemos- con el mismo grado de necedad y con la correspondiente repercusión en las conductas. Para unos “la práctica” lleva a tertulias interminables en las que al final no se concluye absolutamente nada y en las que el espectador acaba normalmente más confundido que al principio. Esta podría denominarse la versión “intelectual” del asunto, toda vez que la persona dedica su esfuerzo a perderse en cotilleos, chismes, predicciones normalmente infundadas y cosas parecidas. El sustrato de toda esta jungla inextricable de opiniones lo prestan normalmente los periódicos y los medios en general: aportan toneladas de información, sesgada de manera partidista y condicionada por intereses del “cartel” mediático de turno, que ha venido a instaurar en nuestra época un reino de lo efímero como jamás existió. Intelectual y sutilmente embrutecidos, nuestros contemporáneos dedican horas ingentes de su tiempo a “leer el periódico” cuando no invierten ni la décima parte en adquirir una formación sólida.

En otros casos, la idea que aquí comentamos se despliega en forma “sentimental”. Es el caso de los separatismos periféricos en los que el sujeto “se siente” vasco, catalán, gallego, etc. También de multitud de oenegés, que explotan la compasión y la conmiseración barata ante problemas sobre los que no se ha reflexionado lo más mínimo y que, precisamente por eso, están destinados a perpetuarse. Esta modalidad comparte con la anterior la falta de interés por la formación real.

Ambas tendencias no se dan en forma exclusiva sino a menudo en combinación, aunque en proporción diferente. Las dos comparten un denominador común: el desprecio a la verdad, una enfermedad letal que aqueja a toda nuestra época. La consecuencia también común es el “activismo”, palabra que ha adquirido un incomprensible prestigio y que no es si no el absolutismo de la actividad, un nuevo tótem que consume las energías, especialmente de los más jóvenes.

La actitud que aquí describimos se da en “el debate político” pero también en la clase dirigente, que lo manifiesta en un sorprendente desprecio por lo que no es economía, entendida ésta como la procura de las necesidades materiales más inmediatas.

Cuando se entiende el origen de los problemas muchas cosas se iluminan. Así, todo esto es la razón por la que, en la época en la que se más se habla de “diálogo”, precisamente la gente se ve casi incapacitada para llegar a acuerdos. No digamos nuestros dirigentes. Nadie parece advertir que para que el diálogo verdaderamente exista, deben darse antes unas condiciones muy determinadas. No es de extrañar, por tanto, que a muy pocos se les ocurra que el fundamento de la política no puede ser ni la perpetua contingencia ni el sentimiento, si no exclusivamente la voluntad fundada en el conocimiento. Resulta imposible edificar lo político –también los programas electorales y los idearios- en una patraña, como por ejemplo el “conflicto” vasco que tiene 150 años, la “nación catalana” o el mercado como forma de impartir justicia. La política o tiene un fundamento de verdad o está condenada al fracaso, un fracaso que, naturalmente, suele acarrear consecuencias nada desdeñables.

Cabe preguntarse entonces: ¿Por qué se ha llegado a esta situación? Primero, porque hay en nuestra época, como ya explicó Julián Marías, una porción significativa de dirigentes –no solo dirigentes políticos- que está empeñada en vivir “contra” la verdad, difundiendo la especie de que o la verdad no existe o no se puede conocer, y que por ello debe existir “libertad de pensamiento”, cuando más bien debería haber “necesidad de pensamiento”. Esta “libertad de pensamiento” se ha transformado en un nuevo fetiche que oculta el hecho de que todo pensamiento que no claudica ante la idea de verdad, alcanzada esforzadamente, está condenado a la perdición.

El 11 de julio de 1962, el mitificado JFK, se dirigió a la Universidad de Yale, con motivo de la apertura del curso en los siguientes términos: “El gran enemigo de la verdad es muy a menudo, no la mentira deliberada, consciente y deshonesta, sino el mito persistente, persuasivo y carente de realismo. Con demasiada frecuencia nos aferramos a los clichés de nuestros antecesores. Sujetamos todos los hechos a un conjunto de interpretaciones prefabricado. Disfrutamos del confort de la opinión sin la incomodidad del pensamiento”.

Hoy se hace imprescindible el estudio y el sacrificio en pos del conocimiento. Para ello, y en primer lugar, hay que huir de los fetiches de la época, omnipresentes en los tabúes de lo políticamente correcto sobre los que la izquierda y los liberales edifican su poder. Quizás la búsqueda heroica de la verdad pueda anidar en los corazones de esa minoría sacrificada, auténtica élite de los tiempos, llamada a regenerar nuestra época de una manera radical. Es necesaria, por tanto, una nueva teoría.