Víctor Barrio
Las redes sociales se han embarrado de vómitos en forma de tuits, ya fuese celebrando su muerte, riéndose de su desgracia, mofándose de su viuda o insultando a sus padres.
@PabloHasel: “Si todas las corridas de toros acabaran como las de Víctor Barrio, más de uno íbamos a verlas”.
Acaba de morir un hombre que contaba tan sólo veintinueve años, pero la compasión generalizada que suele acompañar a una muerte prematura no se ha dado en este caso. El motivo es que el fallecido era torero y murió en el ejercicio de su profesión.
Por esta sola razón, las redes sociales se han embarrado de vómitos en forma de tuits, ya fuese celebrando su muerte, riéndose de su desgracia, mofándose de su viuda o insultando a sus padres.
Además del tuit que encabeza este artículo, engendrado por un delincuente ya condenado por enaltecimiento del terrorismo, destaca un mensaje en Facebook de un tal Vicent Belenguer, en el que después de invocar como prueba de su exquisita educación su condición de maestro, escupía: “me alegro mucho de su muerte, lo único que lamento es que de la misma cornada no hayan muerto los hijos de puta que lo engendraron y toda su parentela, esto que digo lo ratifico en cualquier lugar o juicio. Hoy es un día alegre para la humanidad. Bailaremos sobre tu tumba y nos mearemos en las coronas de flores que te pongan”. El mensaje terminaba con lo que entiendo era su firma: “Cabrón”.
Según parece, en esta ocasión la basura tuitera no gozará de su habitual impunidad: una asociación taurina está recopilando sus inmundicias a fin de comprobar si alguna de ellas pudiera ser constitutiva de un delito de injurias, castigado con hasta catorce meses de prisión, a fin de facilitar el ejercicio de las correspondientes acciones penales a los familiares del torero fallecido (por cierto, ¿cuándo se dominará el absurdo impulso de acudir a la vía penal -más placentera de inicio, pero casi siempre frustrante al final- y se optará por la eficacia de la demanda civil -una por cada troll- de tutela del derecho al honor?).
Pero la pregunta que surge inevitablemente ante un odio tan irracional, vomitado con esa aterradora visceralidad, es ¿por qué? ¿Cómo es posible que un sentimiento hermoso como el amor por los animales pueda degenerar en una violencia verbal tan inmoral y abyecta? ¿En qué momento Bambi pasó a convertirse en Chucky, el muñeco diabólico, como bandera de una jauría de psicópatas dispuestos a reírse hasta la náusea del dolor ajeno?
En realidad, la razón no está en una pasión por los animales mal entendida. Como tampoco la razón del comportamiento de los operadores de los crematorios nazis estuvo ayer en la defensa de la raza alemana, o la de guardianes de los gulags estalinistas en el compromiso con el proletariado.
Todas las grandes causas invocadas por las variadas hordas de sádicos criminales que se han sucedido a lo largo de la historia, no han sido más que meras excusas pretendidamente absolutorias. Ideales ficticios invocados por bestias deshumanizadas, creados por éstas para esconderse a sí mismas la trágica verdad que no quieren afrontar: la razón de su comportamiento no es otra que su propia maldad. No hay más.
Simplemente, se trata de seres humanos estropeados. Hombres y mujeres que están mal hechos. Seres incapacitados para la compasión, impedidos para la piedad, porque están embargados por un odio total e indiscriminado que los inunda, al que tratan de darle algún sentido inventándose un enemigo como coartada.
En realidad, su huida hacia delante es comprensible: pudiendo reivindicarse como adalid heroico de no sé qué majadería biensonante, ¿quién se resignaría a reconocerse a sí mismo como el patético ser humano averiado que en realidad es?