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Rafael García Serrano vuelve a combatir 80 años después. Con la bota y el fusil

Hijo espiritual de Olite, enamorado de su vino y su gente, el mejor prosista navarro del siglo XX comprendió el origen del Alzamiento del 36. Mal que pese a toda la mal llamada memoria.

Nos hace recordar cómo fue el Olite de la Guerra Civil. Muy diferente de toda “memoria histórica” zurda y colorada.

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Una guerra con olor a vino y 80 años de antigüedad debería ser ya, simplemente, historia. Pero la han falsificado y la reviven en modo zombi propagandístico, así que toca recordar las cosas como fueron. Eso sí, desde casa y de la mano del que mejor lo contó viviéndolo.

“- ¡Eeeh! ¿Hay alguno de Olite por ahí?”

La frase merecería haber sido escrita por algún literato nacido en la ciudad, pero no lo fue. El mejor prosista navarro del siglo XX, Rafael García Serrano, paseó el nombre de Olite por todos los foros literarios de España y lo citó en todas sus obras, pero en realidad había nacido en Pamplona en 1917. Periodista, Premio Nacional de Literatura, Premio Espejo de España, es conocido entre nosotros por la aparición casi diaria ahora de su hijo Eduardo en televisión. Y sin embargo, hay mucho más.

Rafael García Serrano fundó un diario –en una Navarra donde no se crean más de media docena al siglo, y suelen ser o jeltzales o acomplejados-, ha sido corresponsal en el extranjero, fundó una de las revistas culturales más singulares de su siglo, fue maestro de periodistas y, sin lugar a duda, ya en vida mereció aparecer en todos nuestros manuales de literatura contemporánea. En cualquier momento y lugar en el que se le preguntase él contestaba lo mismo: soy de Olite. Y hacía de ello bandera, pues siempre bebió clarete de Olite, y no era fácil entonces conseguirlo en Madrid. No digamos antes de entrar en la capital, claro.

Lo primero que hizo de García Serrano olités, y además militante, fue su encuentro con Juan José Ochoa. La cuestión es esta: se puede ser de Olite por nacimiento, se puede ser por familia, se puede llegar a ser por inmigración, pero en el siglo XX hemos comprobado que también la amistad puede devenir identidad. Ochoa había sido estudiante en el seminario y coincidió con García Serrano en el Instituto de Pamplona. Juntos completaron el Bachillerato, y juntos se matricularon después en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, todo ello antes de 1936. Pero antes que eso y antes que la catástrofe nacional que siguió, Ochoa introdujo un cambio decisivo en la vida de García Serrano: lo llevó invitado a fiestas de Olite.

Se pueden rastrear las actividades de la pequeña cuadrilla de amigos por lo menos en las fiestas de 1934 y en las de 1935; de lo que estamos seguros es de que el baile, las chicas, los pipotes (más bien vermús, en aquellas fechas) y las cenas de Olite gustaron al escritor hasta el punto de proclamarse a sí mismo “de Olite” (y unas cuantas cosas más) antes, durante y después de la guerra, viniese o no a cuento. Cuando el sábado 6 de octubre de 1934 Ochoa y García Serrano asistieron al inicio sangriento de la Revolución de Asturias en la Puerta del Sol de Madrid, el comentario del segundo fue “al grupo de navarros que todavía teníamos el aroma de las fiestas de Olite… y que acabábamos de llegar a la apertura de curso en el mismo alegre tercerola…”. De hecho, el grupo ha sido significativo tanto para la historia literaria nacional (en la que es recordado) como para la pequeña anécdota local y para la aún más pequeña historia familiar. Refugiados los dos amigos en la Casa Vasca de Madrid junto con el periodista José María Pérez Salazar (el después inventor del chupinazo, tan olvidado, y cuya hermana andando el tiempo también se hizo de Olite por matrimonio), escucharon un brillante alegato en defensa de los méritos de los sublevados. “Confieso que el brío arrasador de la tropa minera me encogió el ánimo, pero Juan José, que como natural de Olite era mucho más realista que yo, deslizó una pregunta:

‘- ¿Y cómo es que no ganaron?”

Pues, según parece, el enamoramiento o amistad con Olite puede llegar a naturalizarlo a uno en la ciudad, como es el caso; pero esa naturalización no confiere todos los rasgos morales del olités. García Serrano, que habría podido morir y ciertamente matar por el vino y las fiestas de Olite, se reconocía a sí mismo carente de ese realismo propio de los nativos del lugar. Y esto dicho por un hombre que casi no dejó día entre 1937 y 1988 sin loas públicas a Olite, desde “el vino ayuda mucho, y este clarete es de lo mejor de la parte de Olite” hasta “tu lengua tiene el tono justo del clarete de Olite” (Frente Norte).

La cosa es que, a fuerza de querer, se hizo de Olite, e hizo por Olite mucho más que bastantes de los allí nacidos. No sólo por su colección de cuentos Las vacas de Olite, sino porque conservó su identidad desde aquellos años. Verdadera memoria de un embajador permanente de la ciudad en la prensa nacional e internacional. Él mismo planteó en varios de sus libros, tanto de memorias como de ficción, y en la versión para cine de alguna de ellas, la imagen de los de Olite por el mundo, especialmente cuando participaban en grandes concentraciones juveniles de su tiempo. “Gente joven, altiva, facciosa, acostumbrada a tirar los pies por alto, sin respeto a las mil costumbres del tiempo podrido que combatían, guardaban para sus ceremonias una reconcentrada seriedad de catacumba. Se burlaban de cosas grandes, de enormes ideas declinantes, y en cambio una fe elemental y alegre les devolvía al viejo lugar de los primeros símbolos. Despreciando al mundo, encontraron la Patria. Eran sencillos, creyentes y pecadores. Adoraban a Dios, servían al César, y porque se dejaban mandar de un solo hombre desconfiaban de la Humanidad”.

En casi cualquier otro país europeo se habrían hecho varias películas con lo que García Serrano cuenta de los de Olite que fueron y vinieron durante toda la Guerra Civil del siglo XX en la plana mayor del comandante Tutor. Prescindiendo de su eficacia militar, que la hubo, el Chato Gilito, Fulgencín Ayesa y su padre y un grupo de olitenses –los Mangarranes de Tutor- fueron conocidos y a su manera respetados por su modo de hacer las cosas desde Vizcaya y Asturias hasta el Ebro y Barcelona, y esto por los combatientes de los dos lados. Alféreces bisoños como García Serrano los encontraron en estos lugares y en todos los intermedios en las más variadas poses, en general muy poco militares pero bastante sensatas, a modo de prolongación durante casi tres años de las fiestas de Olite de 1936, en las que no estuvieron. Los hallazgos de estos y otros olitenses fueron recogidos también en el Diccionario para un Macuto, publicado en su primera versión en 1964 y reeditado en 2010.

A petición de don Joaquín Baleztena, Mola envió un grupo de voluntarios el 19 de julio de 1936 a Leiza para detener a los izquierdistas que amenazaban desde San Sebastián, por el Plazaola. El encargado fue el comandante Venancio Tutor: “Hágase con unos fusiles y unos cuantos chicos seguros, y a Leiza. Pamplona, pese a rebosar gente, aparecería desierta —según la tradición sanferminera— a los ojos de un observador poco avezado, porque eran las horas del yantar y eso siempre lo respetamos mucho por allí. Tutor se plantó en el Círculo Carlista y levantó una partida de unos noventa (exactamente noventa y tres) requetés, todos ellos de la Ribera, de Olite, Beire y San Martín de Unx. No sé cómo nos las arreglamos pero los de Olite, por así decirlo, siempre estamos en todo. Ya había visto a muchos olitejos en las dos centurias dispuestas para la Columna de Navarra, y ya me había cruzado con Esteban García Leoz, a quien llamábamos el Chato, merodeando por la plaza del Castillo con un brazo roto y quejándose de su mala suerte. Fue un gran tenor. La próxima vez que lo vi ya era alférez en la IV de la Legión, que mandaba Carlos Iniesta, ejemplo de legionarios. Entre los de Tutor figuraba otro de Olite, el ya famoso Chato Gilito, el chato antonomásico de la antigua residencia real, el mejor torero aficionado del universo, cuarentón, majo, cachondicto, ingenioso y sevillano de escuela”. Ellos empezaron la guerra en Navarra, con los “mozos de Leiza y cuarenta y seis guipuzcoanos que venían huyendo de Tolosa, a más de otros diecisiete que cruzaron por los montes desde el San Sebastián perdido”. Y con “Joaquín Muruzábal, de San Martín de Unx, todavía en tierra navarra, primer requeté navarro muerto en combate, primer paisano mío muerto en acción de guerra de una larga lista que alcanza casi cinco mil nombres”. También eso es memoria, es más, ésta es verdadera.

¡Qué grandes propagandistas del vino de Olite y de cualquier licor que allí pudiese llegarse a producir o vender! “Un clarete sublime ¡Tenía una fragancia otoñal y empujaba como el mes de mayo, era fresco como el agua de un nacedero y ardía endiabladamente en la sangre!” Eso en Plaza del Castillo; y recuerda Javier Nagore en En la Primera de Navarra el detalle enológico y militar de cómo en 1937 el primero en romper el fallido “cinturón de hierro” de Bilbao no fue ningún militar profesional, sino Fulgencín Ayesa en taparrabos, con el máuser y más que convenientemente surtido (por dentro) de clarete del lugar. Ascendido y degradado reiteradamente por combinaciones similares de fiestas, queda para la historia como prueba de las virtudes incluso militares del producto de nuestras viñas. Como digo, las fiestas de Olite duraron para algunos los tres años de la Guerra Civil. Y eso también es memoria, mal que os pese.

En el fondo, las fiestas resumen lo que Olite tiene de mejor, y quizás por eso sean lo que los exiliados añoran, lo que los llegados degustan, lo que convierte a unos y otros en aspirantes a olitenses, lo que algunos tratan de manipular, deformar y controlar, y algo a lo que difícilmente se renuncia. La anécdota festiva es de José María Iribarren. Esto es que estaban dos viejos en la plaza en el verano de 1936 y el uno le dice al otro:

“- ¿Sabes lo que se dice?

‘- ¿Qué?

‘- Que este año no va a haber fiestas.

‘- ¿Que este año no va a haber vacas? ¿Y pa eso hemos mandau los hijos a la guerra?”

Por mucho que nos parezca y por más que alguno se empeñe hay cosas de Navarra y de Olite que son difíciles de cambiar. Hay cosas que están ahí, como la identidad colectiva de Olite, y vengan inventos y memorias que seguirá siendo lo que fue, que está ahí como el castillo y como la manera de hacer las cosas que, una vez asumida, no necesita palabras para saber que es de Olite. “Félix se notaba la voz insegura y para taparse besó a Elisa. Félix respiraba como si hubiese corrido los cien metros y Elisa tenía los labios fríos y húmedos. Todo fue muy sencillo y resultó muy hermoso quererse tanto bajo una manta de soldado. Sus palabras eran puras como estrellas y también los silencios eran puros como estrellas y la manta del soldado era como la misma tierra. Después vieron las torres de Olite a la luz de la luna.”

Todos estos libros escritos en, de, desde, por, sobre o parcialmente en torno a Olite son también recuerdo y parte de la memoria. ¿Van a despreciarlos sin pudor y llenos de sectarismo faccioso y zurdo? No deja de ser una publicidad gratuita que Olite recibe, sin coste alguno; y sería el caso de que alguno de estos hijos tardíos de la ciudad recibiese, aunque tarde, algún tipo de reconocimiento de ella. Una calle para Rafael García Serrano, y para José María Iribarren, y para Juan José Ochoa, y para Esteban García Leoz pero por legionario y no sólo por cantante, y para José María Pérez Salazar, y por qué no para Fulgencín. Especialmente siendo alguien que, queramos o no, seguirá en los manuales y lo hará unido para siempre al nombre de Olite.

Pascual Tamburri