El "Trumpazo" de todos
Trump es un bocazas, una mezcla de Reagan y Jesús Gil; pero también un hilo conductor entre los anhelos de una mayoría y su propia trayectoria como indicio de que sus promesas son posibles.
Donald Trump ha ganado, con una victoria histórica que incluye el control de las dos cámaras del Congreso y deja a Hillary, a las élites culturales, económicas y deportivas de su país, a los barones de su propio partido y casi hasta al propio Obama desvencijados como un viejo tractor en un maizal de Alabama.
Es la tercera ocasión, consecutiva y en pocos meses, en que casi todos hemos profetizado acontecimientos que, finalmente, se han producido en el sentido contrario, proyectando un anhelo antes que una previsión razonada y provocando, tal vez con ello, el efecto opuesto al descrito en el ‘Efecto Pigmalión’: aquí queríamos que el nuevo presidente americano, el Brexit británico o la ‘paz’ en Colombia se convirtieran en piedra inservible, y los que nos hemos quedado de piedra hemos sido todos los demás.
Yo mismo aposté por Hillary, con escasa convicción y una pinza en la nariz, comprando con cierta laxitud la caricatura total de un hombre cuyos defectos y excesos son tan notables como, probablemente, hinchados por él mismo desde una peculiar y efectiva estrategia política: el self-made man enlaza mejor con el americano medio (con el ciudadano medio en general), que ve en este tipo de personas la versión de sí mismo pero con éxito.
La anormalidad que hemos denunciado en Trump es en realidad la normalidad del votante convencional, harto de toparse con un muro entre su realidad y los valores que supuestamente encarnan quienes en el día a día más alejados viven de ellos. El maniqueísmo, que dibuja a brochazos imposibles a un rival mitológico dotado de todas las perversiones, errores y maldades del mundo; termina por provocar una reacción de respaldo imposible de detectar por analistas, encuestas y élites.
Aunque este análisis, cambiando de nombres, se pueda trasladar a otros líderes populistas de ‘izquierdas’, también presentados a menudo como la encarnación del mismo diablo, la diferencia entre Trump y Marine Le Pen y Pablo Iglesias o Beppe Grillo es que los primeros aspiran siempre a ‘recuperar’ su país y los segundos anuncian cambiarlo por completo, en un viaje incierto e indeseado que cristaliza para el elector en una imagen funesta: en el nuevo inquilino de la Casa Blanca perciben un paladín del ‘Dios salve a América’ que antes de llegar al poder ha creado empleo, se ha forrado y se ha ligado a señoras estupendas. En Iglesias, Garzón y compañía ven a jóvenes exaltados que no acuden al 12 de octubre, celebran el aniversario de Lenin y pretenden reinventar un país que no necesita aventureros sectarios sino guías decididos.
Unos han prometido el éxito exhibiendo el propio como prueba de que es posible recuperar la mejor versión del país más decisivo del mundo; otros se han garantizado el propio denunciando a voces el fracaso ajeno y poniendo como ejemplo algunos de los peores lugares de la geografía, la memoria y la historia recientes.
Trump es un bocazas, una mezcla de Ronald Reagan y Jesús Gil; pero también un hilo conductor entre los pensamientos y anhelos de una mayoría y su propia trayectoria como indicio de que sus promesas son posibles. Que estimule además los más bajos instintos de la población, con el miedo por bandera, es tan lamentable como habitual en la política occidental: ése también ha sido el gran argumento de Hillary contra su ahora pletórico rival; y no hay que irse muy lejos para encontrar en España caricaturas semejantes, siempre guerracivilistas, del partido y del líder ganador en las dos últimas elecciones.
Porque al fin y al cabo, y por mucho ruido que circunde al debate público y envuelva a los supuestos prescriptores ante la opinión pública, hay algo que define como nada la victoria de Trump o la posible de Le Pen frente a la cual no cabe por respuesta una animalización de ambos; pareja a una exaltación propia de una escala de valores complaciente, puritana, inútil y de una mayor jerarquía autoconcedida: en ellos ven, sin más, unos mejores gestores de su realidad. Con todas sus imperfecciones, oscuridades, excesos y peligros.
Si la política de siempre quiere combatir esto, ha de encontrar un camino entre la entrega incondicional al populismo comunista o soberanista –caso del indómito Pedro Sánchez- y la negación absoluta de una realidad que no se atiende con palabras, sino con hechos, decisiones y medidas aguardadas como agua de mayo por esas mayorías situadas detrás del muro de contención que, de algún modo, levantamos todos para generar un falso microclima de prioridades y discursos alejados de la vida de tantos pero políticamente correcto y absurdamente ineficaz cuando irrumpen outsiders.
The New Yorker ha titulado la victoria de Trump con un elocuente ‘An American Tragedy’ que intelectualmente es difícil no suscribir, pero más trágico sería no entender que su triunfo es más consecuencia del fracaso de las recetas tradicionales, de la inutilidad reformista de la política convencional y de su cobardía acomodada que de los méritos y argumentos de quienes asaltan los cielos.
Y puestos a que lo asalten, mejor que lo haga un Trump que un Iglesias, aunque sólo sea porque el primero ha generado cientos de miles de puestos de trabajo y el segundo apenas ha conseguido uno para él y otros para sus amigos.