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Buendía

Bárcenas, el tipo que desayunaba diputados

Bárcenas llegó al Congreso a sufrir pero hizo sufrir al resto. Como Eastwood en una película de serie B en los 80, entró en el bar y no admitió ni hizo preguntas: se limitó a dar mamporros.

Bárcenas, en el Congreso

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Llegó Luis al Congreso como entraba Clint Eastwood en los bares en 'La gran pelea', una de aquellas películas menores que hacía en los 80 junto a su entonces mujer, Sondra Locke: primero pegaba un par de mamporros, luego se atizaba sendos güisquis sin hielo y al final, ya si eso, preguntaba dónde estaba la siguiente gasolinera.

Bárcenas tiene estómago para merendarse diputados cuando él era, en realidad, el plato a servir

Eran películas malas, de serie B, como la B de sobre y la B de Bárcenas, el tipo que vale más por sus silencios que por sus discutibles ahorros, objeto de ríos de tinta ajena y de calamar propia, siempre tan esquiva.

Se entiende bien que durante milenios señores así, duros de pelar, de cemento facial, hayan guardado las llaves de la caja fuerte; y se entiende igual de bien que una vez en su poder, casi nadie se haya atrevido a recuperarlas: probablemente nunca quedará claro si en Génova 13 los negocios del tal 'Luis el cabrón' de los papeles eran los de Bárcenas, ni tampoco si, confirmados éstos, lo eran también de alguien más. Y de quién en concreto.

En ayunas

Pero mientras la justicia hace su trabajo, Luis exhibe su peinado de 'Los Soprano', tan perfectamente siciliano con sus canas a media asta, y se merienda diputados como si no hubiera comido: ir a una Comisión de Investigación en el Congreso suele ser, para los invitados, una colonoscopia sin anestesia televisada para toda España, un pasar por el cadalso a que el gentío te lapide a piedras.

No es fácil zamparse a Irene Montero y Toni Cantó, juntos o por separado, pero es lo que hizo Bárcenas dejando la sensación de que aún le quedaba espacio en la barriga.

Con Luis, en fin, hay que tener estómago. Él lo tiene y eso siempre es una ventaja para sobrevivir al cólera y superar las peores epidemias. Incluso las que uno mismo ha incubado y propagado.