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Manuel Villa

El zulo que enterró a ETA

Se cumplen veinte años de la liberación de Ortega Lara, el exitoso broche a una compleja y arriesgada investigación de la Guardia Civil tras 532 días de cruel cautiverio.

Ortega Lara, demacrado y desorientado tras su liberación

Ortega Lara, demacrado y desorientado tras su liberación

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Tenía 37 años cuando, el 17 de enero de 1996, dos pistoleros de ETA le abordaron en su garaje a su regreso del trabajo en La Rioja y le metieron en el maletero de su coche. Atrás dejaba sin saber si volvería a verlas a las dos personas que más quería, su mujer Domitila y su hijo Dani. Y hasta 532 días no pudo ver el sol de nuevo. Este 1 de julio se celebran 20 años del fin del cautiverio del funcionario de prisiones, José Antonio Ortega Lara, protagonista del secuestro más largo de la banda terrorista, convertido en todo un símbolo de la resistencia y de la victoria frente al terror.

Hasta tal punto es así que, con la perspectiva del tiempo, el rescate llevado a cabo por la Guardia Civil hace ahora justo dos décadas, y que concluyó en una nave industrial de Mondragón, fue mucho más que una acción audaz y arriesgada: de aquel zulo infecto salió Ortega Lara y comenzó a enterrarse ETA, hundida definitivamente ante la sociedad por su estrategia cruel y asesina.

Bolinaga, el ‘carcelero’

A lo largo de aquel año y medio largo de secuestro, los agentes de la Guardia Civil encargados de la investigación siguieron sin fruto decenas de pistas, hasta que una nota encontrada en una agenda intervenida a un jefe etarra detenido en Francia dio giro a las pesquisas. La inscripción 'Ortega 5K', seguida del monosílabo 'BOL', llamó la atención de los agentes, que estaban seguros de que la nota significaba el pago de "5 kilos" -5 millones de pesetas- a un tal 'BOL' para costear el secuestro. A partir de ese momento se inició una carrera contrarreloj para identificar al tal 'BOL'.

De inmediato se puso el foco sobre José Manuel Uribetxeberria Bolinaga, un hombre de mediana edad, vecino de Mondragón, viejo conocido de la Benemérita, que acudía con frecuencia a una nave industrial de la localidad en compañía de otros tres vecinos. Los agentes se tomaron con sumo tacto el seguimiento de Bolinaga y sus compinches, convencidos de que cualquier desliz podía echar abajo la investigación.

Y la discreta vigilancia comenzó a dar resultado pues confirmó sus sospechas: los terroristas pasaban varias veces cada día por la nave y compraban alimentos y otros productos que después no consumían, por lo que en algún rincón de aquel local debía estar estar el secuestrado.

Silencio y sangre fría ante el juez Garzón

Los investigadores de la Guardia Civil decidieron actuar con toda rapidez y con el mayor aplomo posible, pues cualquier error podía resultar faltar. Y así se decidió arrestar de forma simultánea a Bolinaga y a su cuadrilla en la madrugada del 1 de julio.

En presencia del juez Baltasar Garzón, llegado expresamente desde Madrid para coordinar el dispositivo, agentes especiales del instituto armado entraron por la fuerza en la nave ante el peligro de que en su interior se escondieran terroristas armados. Pero no encontraron a nadie, tan solo maquinaria arrumbada y ni rastro de Ortega Lara.

Bolinaga y sus compinches se negaron a señalar donde estaba escondido Ortega, a sabiendas de que podían matarle de hambre

Bolinaga, presente en el registro, lo negó todo con absoluta sangre fría y declaró que allí solo guardaba un perro, a sabiendas de que podía condenar al funcionario a morir de hambre si no confesaba su ubicación exacta. A pocos metros bajo tierra, oculto por una pesada máquina, el cautivo permanecía completamente ajeno a lo que ocurría sobre su cabeza.

Una máquina de tres toneladas levantada a pulso

El silencio empecinado de los secuestrados dio lugar a que las horas transcurrieran y empezara a cundir el desánimo, aunque los guardias no abandonaron la búsqueda y examinaron metro a metro, palmo a palmo, el local. Y la minuciosa inspección tuvo su premio: ante dos máquinas idénticas, uno de los agentes reparó en que una de ellas tenía unas anclajes diferentes y más endebles, por lo que decidieron moverla y ante ellos apareció un agujero. En ese preciso instante el etarra se derrumbó y confesó que allí abajo estaba Ortega Lara.

No dijo, eso sí, donde se encontraba el dispositivo que accionaba el sistema hidráulico para elevar la máquina, de tres toneladas de peso. Así que medio centenar de agentes consiguieron levantarla a pulso, y un miembro de la unidad especial de la Benemérita fue el primero en acceder al boquete armado y listo para disparar por si hubiera algún terrorista.

Surfistas en la pared enmohecida

Fue el primero en ver el esqueleto metálico del zulo y sus reducidas dimensiones: una persona con los brazos en cruz podía tocar las paredes. La humedad del cercano río Deba corroía las paredes y un ventilador y un halógeno daba aire y luz a la insalubre estancia, decorada con macabro gusto por los captores con carteles de surfistas y de la playa de la Concha.

El funcionario de prisiones recibió a sus libertadores con la mirada perdida y cara de no comprender nada. Sacó la cabeza y al ver el trajín de gente, volvió a meterse dentro. Y allí, agazapado, creyendo que venían a matarle, le encontró ese primer agente que entró en el agujero.

“Sé que es 1 de julio”

Con la barba muy crecida y 23 kilos menos, demacrado y sin brillo en sus ojos claros, José Antonio Ortega Lara era la viva encarnación del miedo y el sufrimiento. Los agentes se temieron lo peor: el encierro durante 532 casi sin luz, en un espacio pequeño e infecto y sin hablar con nadie, parecía haber hecho mella irreparable en el cautivo.

Ortega Lara, en una imagen reciente de un acto político de Vox, el partido del que ha sido fundador.

Sin embargo, un par de horas más tarde, cuando Ortega Lara se encontró con su cuñado, Isaac Díaz, que había ejercido de portavoz de la familia durante el secuestro, dio una muestra inequívoca, y esperanzadora, de que, bajo el aspecto frágil y devastado que presentaba, su mente aún se mantenía lúcida: “No te preocupes, sé muy bien que hoy es 1 de julio”.

Tras la alegría por la liberación, diez días después llegó la venganza etarra: el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. El 10 de julio de 1997 la banda secuestraba al joven concejal del PP de Ermua (Vizcaya) y daba al Gobierno un ultimátum de 48 horas para el acercamiento de presos etarras a cárceles del País Vasco. El Estado no cedió y los terroristas cumplieron su amenaza… a la vez que se daban la puntilla.

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