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Respuestas sí; manipulación no

El accidente del Alvia debe quedar al margen de manipulaciones e intereses políticos: es razonable debatir sobre qué antidotos pueden implantarse, pero sin difuminar la causa: el conductor.

El tren de Angrois, horas después del accidente

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Las familias de las 80 víctimas del accidente ferroviario en Angrois se merecen todas las explicaciones para que no quede ninguna duda al respecto de cómo ocurrieron exactamente los hechos y también para aprender de él y evitarlo por todos los medios en el futuro.

Es una cuestión de decencia, de humanidad, de justicia y también práctica: dejar cualquier asomo de duda no sólo es una tortura para quienes perdieron en aquella curva de Santiago de Compostela a sus seres queridos, sino también para el conjunto de los usuarios del transporte técnicamente más seguro.

El Gobierno debe hacer un esfuerzo por acercarse a ellas y ofrecerles reparación y respuestas. Pero sin manipular su dolor

Pero ese proceso debe hacerse sin politizaciones que, lejos de calmar el dolor, lo incrementan de manera exponencial. Y a eso parece obedecer el deseo de determinados partidos políticos, encabezados por Podemos y sus marcas gallegas y secundado sorprendentemente por un PSOE que hasta ayer lo consideraba innecesario, de abrir una Comisión de Investigación en el Congreso.

La Justicia ya está haciendo ese trabajo y, salvo que la intención fuera determinar qué sistemas de seguridad nuevos se pueden implementar, en cuyo caso el formato no sería el mismo que se utiliza para casos de corrupción, no tiene sentido sembrar esa sospecha con una intención que se antoja alejada de los derechos de las víctimas y del calor unánime que toda la sociedad debe darles.

Porque, y conviene decírselo a las víctimas en primer lugar, con todo respeto y emoción, lo único que varió aquel trágico día con respecto a tantos otros previos y sucesivos, fue la velocidad salvaje que de manera voluntaria alcanzó el conductor del tren por razones desconocidas pero en todo caso ya probadas: fue una decisión consciente, frente a la cual no sirvieron de nada los avisos automáticos y los sistemas existentes que sí funcionaron.

Por eso, con idénticos trayectos y trenes, ni antes ni después de esa tragedia ocurrió nada: lo que la provocó, pues, fue la irresponsable decisión de un supuesto profesional que, premeditadamente, pasó a 190 kilómetros/hora por un tramo cuya velocidad estaba limitada a menos de la mitad. Por qué lo hizo, tal y como el conductor reconoció a sus propios compañeros y al Delegado del Gobierno, es una incógnita que merece respuesta si acaso la tiene tan cruel temeridad.

A partir de ahí es indecente convertir la necesidad de implantar sistemas que impidan la temeraria irresponsabilidad en la causa de la tragedia: sí, se podía haber evitado si hubiese la posibilidad de frenar remotamente el tren, pero en otros transportes como el avión o el autobús donde eso es más difícil -cuando no imposible- la mayor garantía seguiría siendo la profesionalidad de quien va a los mandos: si el conductor de un autobús triplica la velocidad en un puerto de montaña y despeña el vehículo por un precipicio, a nadie se le ocurre culpar al responsable de la carretera, por mucho que ésta seguramente admita mejoras.

Que el tren sí permita incorporar medidas de seguridad inviables en otro tipo de transporte avala el debate sobre qué más se puede hacer para reducir el impacto del ser humano en la integridad de sus usuarios y obligar a invertir en ello lo que haga falta, pero no transforma su inexistencia en la causa de los desastres: con los sistemas que llevaba el Alvia en Angrois, circulan cientos de trenes a diario por toda Europa.

Y sólo descarriló, dramáticamente, el que iba conducido por un imprudente. Sólo por eso, el resto de deficiencias se convirtieron en letales: el sistema no preveía que lo imposible pudiera ocurrir y, sin embargo, ocurrió.

La compensación que merecen las víctimas es anímica, humana, emocional y judicial y en este sentido el Gobierno debe hacer un inmenso esfuerzo por acercarse a ellas y ofrecerles todo el afecto, reparación y respuestas que se merecen. Pero sin manipular su incurable dolor, sin venderles, para lograr una polémica política, la falsa idea de que los antídotos que pueden y deben incorporarse al transporte ferroviario son la causa de su tragedia.

Es todo más sencillo, más triste y más incomprensible: el profesional que más debió respetar las condiciones del viaje se las saltó y, a estas alturas, aún no ha tenido la decencia de decirlo: al contrario, una vez superado el trauma inicial, todo lo que ha hecho impulsado por los sindicatos ferroviarios es tratar de demostrar que o él no fue el primer culpable o incluso, de algún modo, también fue una víctima. Deplorable.

Quizá la mayor crítica que quepa hacer a los responsables de ADIF sea, precisamente, no haber detectado la inestabilidad y los riesgos que alguien así, de algún modo, tuvo que haber evidenciado antes de cometer la tropelía que cometió. El accidente del Alvia, en fin, se parece más al de Germanwings, provocado por un siniestro piloto, que al del Metro de Valencia, rodeado de un ramillete de errores previos silenciados.

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