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No estamos bien defendidos

La amenaza terrorista no tiene una respuesta legal y política a la altura: la indolencia de Europa para defenderse avala, aún más, el auge de populismos como respuesta al desafío.

No estamos bien defendidos

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Ni el terrorismo fundamentalista es nuevo -los primeros atentados tuvieron lugar ya hace décadas- ni, mucho menos, es imposible dar una respuesta más eficaz a una modalidad de horror que, bien es cierto, necesita de poca infraestructura para resultar letal: casi cualquiera pueda coger un coche, armarse de un cuchillo o fabricar una bomba casera si, a continuación, sintetiza en sí mismo idénticas dosis de temeridad, valor y fanatismo para inmolarse en el mismo viaje en el que mata a decenas de personas.

Lo que conculca valores de Europa es dejarse matar sin aplicar todas las medidas democráticas que haga falta para defenderse

Frenar a un radical cuando ya está cometiendo los hechos es, por ello, muy difícil. Pero evitar o paliar que llegue a ese momento si está mucho más al alcance de los responsables de la Unión Europea y de cada Estado miembro, a quienes hay que exigir mucho más que el retórico ceremonial condenatorio con el correspondiente despliegue de velas y demás atrezzo sentimental.

Adoctrinamiento impune

Porque los terroristas llegan a Europa traspasando fronteras; hacen proselitismo en internet y redes sociales y se organizan, a menudo, en pseudomezquitas ilegales que pervierten su destino como lugares de culto para transformase en centros de reclutamiento y adoctrinamiento.

Esos tres hitos -la entrada, la propaganda y la formación- se pueden y se debe controlar, y ello sería suficiente para invertir la pavorosa sensación de que, en lugar de sentirse rodeados los terroristas, son ellos los que tienen rodeada a Europa.

El problema es que muchas de las medidas que es imperioso adoptar son presentadas por una parte de la clase política y no pocos de los medios más alineadas con ella como una especie de conculcación de los valores y libertades que nos caracterizan, como si no hubiera peor manera de ponerlos en peligro que matar indiscriminadamente a ciudadanos inocentes en cualquier calle, plaza o estadio de Europa.

Quienes tienen que sentirse rodeados son los radicales; pero ahora parece que son ellos quienes rodean a Europa

Libertades

Controlar e intervenir los focos de envenenamiento yihadista, defender los valores democráticos sobre cualquier visión religiosa o cultural, incorporar de verdad a la comunidad musulmana a la persecución e identificación de los peores de sus representantes -y los que más contribuyen a extender una injusta sospecha sobre todos ellos- y exigir una integración sin excepciones que confronten con el sustento de la civilización europea no es una posibilidad, sino una obligación de los poderes públicos nacionales e internacionales que, demasiado a menudo, esquivan por un absurdo temor a que sean percibidos como atentatorios contra libertades individuales.

Europa no puede reconocerle a nadie, de cualquier raza, credo o ideología; la posibilidad de ignorar el mayor espacio de derechos y libertades que la humanidad ha conocido en su historia; y esa lamentable confusión está detrás de las facilidades con que el fundamentalismo nace, crece y estalla entre nosotros.

El respeto al espacio compartido, como algo no sólo físico sino también legal, cultural y ético; nunca puede ser percibido como un abuso; como tampoco la utilización de cuantos recursos en materia policial y de investigación sean necesarios para reducir al máximo una amenaza tan salvaje.

Sin equidistancia

En el caso de España, y en el de no pocos rincones de Europa, resulta sangrante que las mismas corrientes que hacen aún hoy en día una caricatura deformada de la Iglesia católica para presentarla como si viviéramos todavía en la Inquisición; sean tan laxos en el juicio sobre el mundo islámico y encuentren tantas 'razones' para señalar, siquiera remotamente, alguna justificación de fondo al comportamiento alocado de este tipo de terroristas, como si la miseria, la marginalidad o el colonialismo fueran causa de su comportamiento y, a la vez, prueba de la culpa original de Occidente.

Sin defensa, más populismo

Europa tiene que defenderse, y no existe ni una sóla razón para que nadie pueda afirmar que, al hacerlo, traiciona su espíritu. Antes al contrario, lo preserva de estos bárbaros y de otros que puedan surgir por la ausencia de respuesta en las instituciones convencionales: porque si el Estado de Derecho europeo no es capaz de replicar al desafío con la contundencia exigible, surgirá otro radicalismo desde dentro de la democracia para hacer ese trabajo.

Y lo hará desde los votos de los propios ciudadanos, que no necesitan ver a dirigentes políticos compungidos, sino a estadistas conscientes de la magnitud del problema y dispuestos a hacer lo que haga falta para mitigarlo.

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