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Manuel Mostaza Barrios

Vigilar las propias fiebres

La historia muestra, desde Cuba a Alemania, los efectos de gobiernos que dividen y no aceptan las identidades mestizas: la pureza catalana del secesionismo es el último ejemplo peligroso.

Romeva, Junqueras y Turull, observando el viernes una de las urnas ilegales

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En una democracia liberal de tipo ideal, los relatos que cada colectivo elabora sobre sus orígenes y trayectoria -normalmente plagados de equívocos y medias verdades-, deberían tener el mismo valor en la arena pública.

Se pone en peligro la paz civil. Algo parecido ha ocurrido tanto en Cataluña como en el País Vasco

Mientras todos ellos sean respetuosos con el marco de convivencia, no hay problemas objetivos en rezar a Mahoma, añorar al Doctor Bartolomé Robert y sus delirantes teorías raciales o en considerar al Cid como el primero de los nuestros.

El problema no solo es que las democracias ideales no existan, el problema es que los relatos que conviven en los territorios no suelen ser neutros: en las viejas historias croatas los muertos los ponen los serbios, a la par que los unionistas del Ulster exaltan matanzas de otros siglos sobre los católicos.

En buena teoría, por lo tanto, y para atemperar la fogosidad que este tipo de relatos desatan, los poderes públicos deberían, a estas alturas de la historia, ser cuidadosos y no excitar ninguna de estas (bajas) pasiones.

Sin embargo, la realidad ha solido ser la contraria, y por eso no ha sido extraño en la historia que la Administración dedique sus esfuerzos (y, por lo tanto, una buena cantidad de los recursos de todos) no solo a privilegiar un relato sobre otro, sino, sobre todo, a intentar imponer uno de los relatos como el único legítimo en el territorio.

Buenos y malos

De esta manera, se marca una línea divisoria entre los buenos ciudadanos, aquellos que comparten el relato y se amoldan a lo que en él se prescribe, y los malos, aquellos que se muestran remisos a ese relato oficial o directamente lo impugnan con narrativas alternativas.

Se trata de situaciones que se dieron en el siglo XIX, en plena eclosión de las naciones, y que han sido habituales en el siglo XX en los regímenes autoritarios: no hay más que revisar la prensa oficial cubana, en la que se divide a los ciudadanos en buenos y en gusanos en función de su adhesión al régimen, o lo dispuesto por la administración nazi a partir de 1933 en Alemania, cuando se excluía del demos común a una minoría, los judíos, y se perseguía a otra (las izquierdas) por no compartir el relato oficial.

La experiencia del siglo XX nos ha enseñado que cuando un gobierno altera su obligación original de gobernar para todos y considera que su misión es una misión redentora que va más allá de la gestión de los asuntos públicos, así como de garantizar a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos, la neutralidad que hace posible la igualdad en el sentido weberiano del término desaparece.

La amenaza

Y se pone en peligro, a medio plazo, la paz civil. Desde la instauración de la democracia en nuestro país, hace ahora cuarenta años, algo parecido ha ocurrido estos años tanto en Cataluña como en el País Vasco.

Para los gobiernos nacionalistas de ambas comunidades, la autonomía no se ha planteado nunca como lo que es en realidad: una estación término que se configura como un punto de encuentro entre los diferentes.

Tan catalán es un joven de padres ecuatorianos que viva en Olot, como zamorano es el nieto de un marroquí que viva en Zamora

Un mundo en el que se puedan sentir cómodos ciudadanos que tienen identidades mestizas y muchas veces diferentes entre sí. Porque la clave de bóveda de todo el asunto, no lo olvidemos, es que ninguna de estas identidades es hoy en España más legítima que la otra: tan vasco es el kashero vascoparlante del Goyerri como el estudiante castellanoparlante de Bilbao; lo mismo que eran igual de vascos Tomás Zumalacárregui, el militar que murió mientras bombardeaba a los vecinos de Bilbao en plena guerra carlista, que su hermano Miguel Antonio, diputado liberal que fue ministro en Madrid y que se mostró siempre muy crítico con el sistema foral.

Los esencialistas

Y, para desgracia de los esencialistas, tan catalán es un joven de padres ecuatorianos que viva en Olot, como zamorano es el nieto de un marroquí que viva en Zamora. Y las historias que tejan y destejan todas estas personas que crecen, viajan, imaginan y narran a lo largo de su vida contribuirán a la generación de identidades que parecerán naturales a los que dentro de dos o tres generaciones vivan en esos territorios.

Se trata de modelos que hoy no podemos siquiera imaginar: no sabemos cómo serán los ciudadanos que vivan en Cataluña dentro de cincuenta años, cómo serán sus valores y cuáles serán sus referencias culturales, pero sí que sabemos que su actuación obedecerá no solo a la herencia cultural, sino también a lógicas de su tiempo, lógicas que ahora sólo alcanzamos a intuir (Inteligencia Artificial, digitalización…) de manera lejana.

Ningún vizcaíno que viviera en Somorrostro en 1860 era capaz de imaginarse cómo iba a cambiar la fisonomía de su valle y de las gentes que allí vivían a lo largo de las siguientes décadas.

Sería bueno, por lo tanto, que los dirigentes políticos tomaran nota de aquella reflexión que hizo Mihail Sebastian, escritor rumano de identidad judía cuando en 1934, en plena expansión del antisemitismo de la Guardia de Hierro en su país, anotó en su libro Desde hace dos mil años cuál era la diferencia entre él y todos aquellos nacionalistas rumanos que lo acosaban.

Civilización o barbarie

Una separación que sigue vigente hoy y que marca una línea divisoria entre la civilización y la barbarie: “La diferencia entre nosotros reside solamente en que ellos estimulan sus propias fiebres, mientras que yo vigilo las mías”.

Mal asunto cuando gobiernan aquellos que se dedican a estimular sus propias fiebres…