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El "relato" lleva 40 años perdido; hoy se trataba de sofocar la rebelión

El relato en Cataluña lo perdió España desde 1978, cediendo todo a cambio de nada. Hoy no era el día para enmendar, sino para sofocar. Y eso se ha logrado pese al nacionalpopulismo.

Puigdemont, en suprimera intentona de votar

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Al independentismo le ocurre como al populismo y al fast food: son mercancías de consumo sencillo, de agradables sabores prefabricados que hacen muy difícil competir al brócoli, un alimento democrático sin químicos.

Es más fácil vender con una imagen de una anciana, ensangrentada por la represión policial, el ansia de democracia en un pueblo; como fue más sencillo colar el producto de Podemos apelando a la renta universal; que explicar en tres segundos la inexcusable necesidad de sofocar un golpe de Estado aunque los tejeros del momento se crean mandelas.

El relato contra el del nacionalismo está perdido, por generosidad, desde 1978. Hoy se trataba de sofocarlo, sin más

La viejita sanguinolienta, el Mosso desafiante con la Guardia Civil, la urna, el voto, el pueblo; y un sinfín de políticos con aspecto de guitarrista de rock y de periodistas con barbita y el cuello arrugado contando la jornada como si fuera Luther King luchando el Selma por los derechos de los negros son, simplemente, inigualables por el tedioso y aburrido orden constitucional.

Un niño comería siempre pizza, y la democracia, la ley y el Estado de Derecho son esa madre incómoda que se empeña en darle una dieta con pescado. Tiene razón, pero es aburrida al lado del tobogán emocional de una revolución de los claveles: quién va a conseguir que el niño estudie si se puede ir de borrachera y ser un héroe por ello.

Rajoy y Rivera

Al Gobierno de España se le ha reprochado, con Margallo incluido en otro de sus despliegues de lealtad, que ha “perdido el relato”, como si fuera Proust buscando el tiempo perdido, con un alarde de cinismo y desmemoria notables.

Es curioso que a Rajoy le cririquen siempre lo uno y lo contrario –un blando, un duro; un ultra, un socialdemócrata-. Una característica que probablemente indique que, mientras los demás calculan y juegan a excepción del siempre decente Rivera, a él no le que otra que gobernar.

Pero el relato, con Cataluña, lo perdieron la I y la II República también; y lo perdió España de nuevo a partir de 1978: han sido cuarenta años de cesiones, de ovina y bienintencionada generosidad, de desaparecer de allí para ver si así, con ese kit que incluía la gestión educativa, el control de los medios públicos y la santificación de la peligrosa idea de que un buen catalán debía ser un mal español; se lograba integrar al nacionalismo, como si se le pudiera matar a besos.

No es nuevo

El 1-O, por mucho que nos moleste, no era el día para arreglar lo que le llevó a Negrín, el último jefe de Gobierno republicano y de izquierdas, a decir que prefería perder con Franco que ver rebrotar un “nacionalismo aldeano” que pusiera en jaque la unidad de España; un diagnóstico apesadumbrado que también tuvo Azaña, convencido de que la República cayó tanto por el Alzamiento como por la revolución procedente, cómo no, de Cataluña.

Tampoco era el momento para aplicar el 155 y enseñar una orden judicial de detención a Puigdemont; aunque nos indigne a quienes entendemos que lo proporcional a un Golpe de Estado es detener a los golpistas. Era un día, simplemente, para no dejarse humillar por una insólita banda de cuatreros que exigen al Gobierno lo que, ni aunque quisiera dárselo, puede hacerlo. Y esto se ha logrado, en unas circunstancias muy adversas y con una razonable eficacia con los menores disturbios posibles.

¿Qué diálogo?

Esto del "diálogo" y sus límites conviene recalcarlo: la modificación de la Constitución no depende del capricho, la voluntad o el temor de nadie; sino de un procedimiento perfectamente establecido que, cuando toca la estructura del Estado, es especialmente exigente.

Requiere de la aprobación inicial de dos tercios del Congreso; la posterior disolución de las cámaras; la convocatoria de unas Elecciones Generales; la ratificación nuevamente de esos cambios por el nuevo Congreso y, por último, del visto bueno de los españoles a través de un referéndum.

Si el desprecio a las funciones genuinas de la Generalitat -sustituidas por una especie de golpismo institucionalizado- y a las decisiones de las instituciones españolas depositarias de la imprescindible separación de poderes ya hace inviable que quien perpetra todo ello sea algo ni remotamente parecido a un demócrata; la insistencia en reclamar al Ejecutivo algo que sólo pueden decidir todos los ciudadanos les perfila como unos mentirosos compulsivos, capaces de lanzar su engañabobos a una sociedad infantilizada y de escaso músculo cívico.

Nacionalpopulismo

Tanto como una parte de la española, abducida por la inaudita conjunción de un populismo encarnado, de nuevo como nunca, por Pablo Iglesias; y un secesionismo xenófobo representado por Puigdemont y sus adláteres.

El relato fast food se ha impuesto en España. Y la contraposición decente de  Rajoy y Rivera puede no parecer suficiente. Pero lo es

La evidencia de que su conjunción obedece a que ambos persiguen lo mismo por distintas razones, la caída del PP aunque ello arrastre ahora a España, no es suficiente para evitar que para demasiados los fascistas eran hoy los Cuerpos de Seguridad defendiendo la democracia y no los asaltantes a la misma envueltos en una estelada.

Dos esperanzas

El relato fast food se ha impuesto en España desde hace tiempo, y la contraposición decente de los discursos de Mariano Rajoy y Albert Rivera –ambos impecables, ambos en su sitio- puede no parecer suficiente para revocarlo, viendo cómo prospera en la práctica totalidad de la televisión, en las redes sociales y en una parte de la calle el discurso inane, frentista y chabacano de populistas y secesionistas hermanados. Pero sí lo es.

Porque hay dos esperanzas. La más evidente es que nada de lo que es España puede cambiarse sin el concurso de los españoles, tal y como prevé una Constitución que no puede modificarse, sin más, por las voces de Iglesias, Junqueras, Colau u Rufián. Ni por las de Sánchez, Rajoy o el inquilino de Roma.

Y la segunda, más sencilla aún. El recurso a unas Elecciones Generales siempre será posible si, como se teme al corto plazo, el castigo a los secesionistas más allá del que decide la ley sea el respaldo borroka de Podemos y la equidistancia del PSOE.

Las urnas, llegado el caso

Si eso se mantiene, acudir a las urnas será la única manera de determinar si la abrumadora mayoría silenciosa está con los dos únicos partidos que defienden el orden constitucional (el que mayor paz, bienestar y convivencia ha ofrecido a España en su larga historia) o si, por contrario, el relato falaz y predemocrático de una conjunción de antagonistas reunidos por un negocio pasajero contra el mismo enemigo logra imponerse y prosperar.

Mientras, a aplicar la ley y a sofocar la insurgencia, con una propocionalidad que siempre nos parecerá poca pero es la suficiente para no perder la perspectiva de estos amantes de la hamburguesa barata que se presentan a sí mismos como paladines de la dieta mediterránea.

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