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El nacionalpopulismo, la pinza que acosa a España

La alianza entre una derecha reaccionaria en Cataluña con el populismo de Iglesias y los antisistema de la CUP está detrás de los peores momentos de España desde la Guerra Civil.

Iglesias y Puigedmont, en abril de 2016

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Cuando la CNT encabezó el masivo escrache contra las sede catalana del PP, resultó imposible para cualquiera que tenga algo de memoria o de curiosidad histórica no recordar cómo el mismo sindicato, aliado con los mismos socios, facilitó hace 80 años lo mismo que intenta ahora: el fin del sistema democrático vigente, entonces la República, hoy la Monarquía Parlamentaria; dos regímenes idénticos en su concepción estructural del orden, la disciplina, la separación de poderes y la libertad; por mucho que los garzones del momento los presenten como antagonistas con una mezcla de incultura galpantes y sectarismo interesado.

El nuevo nacional-populismo está detrás de un desafío a la democracia que recupera la memoria de España de hace 80 años

La pinza nacionalpopulista vuelve a estar detrás de la asonada que en aquellos años ayudó decisivamente al éxito de Franco y en éstos, tanto tiempo después, aspira a derrotar al conjunto de España. Sorprende, y entristece, que a los herederos de la izquierda que padeció esa revolución comandada por el nacionalismo conservador y el sindicalismo anarquista se comporte hoy como si el objetivo fuera Rajoy y no la propia democracia, desoyendo las enseñanzas de sus antecesores y creyendo frívolamente que en este viaje se puede acabar con el PP sin llevarse por delante a España.

¿Y el PSOE?

La alianza, o el batiburrillo, que hoy componen la vieja derecha nacionalista con la izquierda subversiva de la CUP y la complicidad del populismo radical de Pablo Iglesias o Ada Colau; es muy semejante a la que le llevó entonces a Negrín, el médico socialista que perdió la Guerra Civil como jefe de Gobierno, a decir que incluso prefería una victoria de Franco que la desmembración de España buscada por el PdeCat y el Podemos de entonces.

Las dudas del PSOE para situarse en el lugar correcto, con un Sánchez que defiende con una mano la restitución de la legalidad y con otra reprueba a Soraya Sáenz de Santamaría, añaden un ingrediente al cóctel explosivo que no tenía aquella trágica coronada con una guerra entre hermanos y una dictadura de 40 años. Ni tampoco, de nuevo en nuestro tiempo, los años de plomo en Euskadi: entonces hubo atentados, sí; pero su causa nunca tuvo los 71 diputados en el Congreso que hoy le presta Iglesias.

Si no se entiende la falta de memoria del pasado, mucho menos aún la sonrojante incapacidad presente para condenar, desde todos los frentes que se consideren a sí mismos democráticos, la mezcla de Golpe de Estado y revolución que ha estallado ya definitivamente en Cataluña tras varios años de tensiones y un par de décadas de ingeniería social para convertir a ciudadanos razonables en zombis guiados por una alocada estelada.

O con la ley o contra ella

¿Cómo es posible que se hayan pedido más explicaciones a quienes tenían la obligación y el derecho de defender la Constitución que a quienes se la saltaban sin pudor alguno? El vergonzante pero exitoso relato subsiguiente al 1-0, resumido en la estampa de un pueblo en pos de la democracia frente a unos cuerpos de seguridad represores enviados por un Estado fascista, nunca tenía que haber prosperado, pero ha encontrado en parte de los obstáculos que debiera haber encontrado un sonrojante trampolín para potenciarse.

Hasta ahora, es de esperar. Porque la increíble imagen del acoso multitudinario a las sedesde de PP o Ciudadanos; la coacción callejera a periodistas; el corte con barricadas y hogueras de hasta 52 carreteras catalanas y la coacción insólita a la Policía o la Guardia Civil denunciado ya hasta por la Fiscalía; acaba con el romanticismo que algunos golpistas quisieron darle a su odisea y que no pocos espectadores cualificados, en la política y en los medios, compraron con infinita inanidad.

Desde que Puigdemont anunciara, con las pseudournas del pseudodebate pendientes de un pseudorecuento, que iba a proclamar la independencia de manera unilateral; hasta los más ingenuos defensores de que el 1-O no era para discernir la independencia sino para ejercer un derecho tan democrático como el del voto, tendrán que haberse apeado del burro.

La hermandad artificial de Otegi, CUP, Iglesias, Puigdemont y Colau resume la naturaleza del golpe

Si todo lo previo al Día D era ya escandaloso, la indiferencia ante la votación y la apuesta directa por la secesión sitúa definitivamente a todo el mundo frente a su espejo: o se está con la ley, que no es una fría realidad administrativa sino la condensación legal del viejo contrato social roussoniano que garantiza la convivencia en libertad en un Estado de Derecho; o se está con los golpistas.

Blanquear el golpe

No hay más. No se puede estar con la ley y contra la manera de garantizarla. Y no se puede blanquear la imagen de quienes intentan imponer una limpieza casi étnica por métodos violentos –la violencia también es romper la convivencia y miccionarse en el orden democrático- buscando en su locura elementos paliativos que la legitimen.

Lo que España tiene enfrente es el mayor desafío desde 1936 en el momento más inadecuado, tanto por la certeza de que puede perder el periodo de paz y prosperidad más largo de su historia cuanto por la evidencia de que las crisis reales (desde la económica hasta la religiosa pasando por la demográfica o la migratoria) estñan muy lejos de remitir.

El pos15M identitario

El nacionalpopulismo encuentra en la nebulosa indignación pos15M, y en la falta de estima característica de un país que aún confunde su identidad con la versión de la misma que acuñó un dictador, una manera infame de medrar: la cordialidad conceptual entre borrokas como Otegi y las CUP, vieja burguesía de derechas de Mas y Puigdemont y el neocomunismo antitradición como Iglesias o Colau obedece a que todos ellos quieren cargarse a España por distintas razones para imponer, en ambos casos, un régimen nuevo adaptado a su medida.

El Síndrome de Estocolmo en el que han logrado todos ellos sumergir a una parte nada desdeñable de la sociedad española y catalana hace más difícil la solución y explica la lógica aun incomprendida tranquilidad de un Rajoy consciente de que esto puede acabar con derramamiento de sangre; pero no varía el camino correcto: un Estado de Derecho no puede desaparecer ni olvidar sus propias leyes, y por desagradables que sean las consecuencias de llevar a la práctica esa máxima, la otra opción es la rendición.

Fundamentalismo

Y por tentador que a veces resulte, no tenemos derecho, como no lo tuvimos en el País Vasco, a abandonar a su suerte a todos esos millones de catalanes atemorizados por una coalición de fundamentalistas disfrazados de gente de paz. De lobos con piel de oveja que sólo engañan a quienes, en realidad, son de la misma especie. Las CUP y sus aliados, simplemente, no van a ganar. Que nadie lo dude.