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La democracia vence; ahora debe imponerse

La democracia ha derrotado al soberanismo. Se ha rendido por temor, no por convicción. Lo oportuno ahora es que pague el estropicio y que se adopten medidas para que no se repita jamás.

Puigdemont, el pasado 4 de octubre

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Ni aunque Puigdemont hubiera proclamado formalmente la independencia, y no con una declaración retórica engañosa destinada a contentar a los hooligans del soberanismo, Cataluña se hubiera separado nunca de España: un Estado de Derecho, sustento de la democracia, jamás hubiera permitido ni permitirá decisiones unilaterales que conculquen el principio de soberanía nacional presente en la Constitución.

En ese sentido, la victoria de la ley y del sentido común siempre ha estado garantizada: lo que estaba en juego es a qué precio, en términos de tensión social y disturbios callejeros. Y con la pantomima de Puigdemont en el Parlament, no resulta ocioso afirmar que el coste será menor.

El trilero derrotado

Porque más allá de la actitud trilera del president, lo que ayer se vivió fue una especie de rendición: la declaración de independencia no fue jurídica ni se soporta en resolución alguna y se parece más a tantas otras que, en mítines, artículos o en la propia noche del referéndum del 1-0, el propio Puigdemont ya había proclamado. Eso sigue siendo grave y merecedor de respuesta legal, sin duda; pero no es ni mucho menos lo que el propio independentismo esperaba.

Pero si va a ser formal, sin embargo, la suspensión de las leyes que, al margen del ordenamiento jurídico real, se había inventado el independentismo: la proclamación no existió, por mucho melodramatismo que le pusieran PdeCat, ERC y la CUP al asunto, incluyendo su ridículo acuerdo posterior con la firma de una declaración tan solemne como vacua; pero sí va a ser cierta la anulación, desde las propias instituciones catalanas, del desvarío legal que en todo caso ya había sofocado el propio Estado de Derecho.

Las caras del público que rodeaba al Parlament, en estampida a los pocos minutos de comenzar lo que pensaban iba a ser una fiesta, lo dicen todo. Y la reacción iracunda de la CUP y de sus juventudes borroka, Arrán, lo refrendan.

Por miedo, no por decencia

El soberanismo, en fin, ha sido vencido y se ha rendido ante la evidencia de que no podía prosperar contra media Cataluña, casi toda España, la totalidad de Europa, la Constitución y el mundo empresarial. Y no lo ha hecho por la convivencia, rota por su perverso sectarismo golpista, sino por las consecuencias personales que su desafío iba a tener.

Ahora tienen que pagar lo que han hecho y revertirse la política tóxica implantada en Cataluña para generar secesionistas engañados

¿Significa esto que todo ha terminado y que nada hay que hacer? Obviamente no. Sea porque el independentismo haya renunciado definitivamente a su locura o se haya tomado una tregua táctica, la respuesta del Estado de Derecho ha de ser la misma: juzgar todos los posibles delitos ya cometidos e intervenir en Cataluña sin ambages.

La guerrilla que permanece

Pero hacerlo sin un estallido social masivo que, de ocurrir finalmente, quedará retratado ya como una responsabilidad exclusiva de la guerrilla antisistema próxima a la CUP y no como una herramienta de la propia Generalitat; resuta un avance significativo.

Puigdemont y los soberanistas han cometido, con seguridad, varios delitos que van a ser juzgados por las instancias judiciales oportunas. Y ayer bordeó uno más, el de rebelión, penado con hasta 30 años de cárcel. Discutir sobre si esa declaración de independencia es más o menos estable o temporal, más o menos firme o simbólica; no es del todo relevante. Y menos lo sería aún si Podemos, en uno de sus días más infames, ni hubiera dedicado más tiempo a exigir que no se aplicar al artículo 155 que a ponerse de lado de la Constitución.

Lo sustantivo es que la democracia se ha impuesto, a un coste relativamente menor que atestigua el acierto del Gobierno, con Rajoy a la cabeza, de mantener la calma aunque no siempre eso fuera comprendido.

Sin impunidad

Ahora toca que los golpistas paguen el precio justo a sus andanzas y que, desde la mayor unidad de las fuerzas constitucionales, se adopten las medidas políticas e institucionales imprescindibles en dos frentes: evitar al corto plazo que de nuevo, en pocas semanas, el secesionismo retome el desafío incorporando el victimismo y la internacionalización a su arsenal propagandístico; y aplicar, al medio y largo plazo, cuantas decisiones legislativas, educativas y sociales sean necesarias para frentar y revertir el intoxicamiento que en Cataluña lleva 40 años haciéndose desde sus instituciones.

La democracia ha ganado la batalla, como no podía ser de otra manera. Ahora se trata de evitar que haya una segunda parte.