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España se defiende

España tiene obligación de defenderse, y lo ha hecho con arreglo a los recursos de la democracia y la separación de poderes. Sea cual sea el coste, será inferior al de tolerar más impunidad.

España se defiende

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En un Estado de Derecho digno del tal nombre, el terreno de actuación de los distintos poderes está bien delimitado y actúa sin injerencias del resto, atendiendo a la exclusiva naturaleza de su función y desechando factores que, en otros ámbitos, pueden tener su peso.

Es el caso de la Justicia, que actúa en nombre de unas leyes perfectamente definidas que regulan la convivencia, señalan los límites e imponen la respuesta adecuada a los excesos de todo tipo. El auto de la jueza Lamela responde a esa máxima.

Es, simplemente, la consecuencia judicial perfectamente explicada de los gravísimos delitos que ha podido cometer el Govern en su cojunto, utilizando la Generalitat y sus recursos para perpetrar un Golpe a la democracia como no se veía desde 1981.

La magistrada, en un demoledor escrito de 19 folios en el que explica con escalofriante precisión la magnitud del desafío y lo documenta de una manera precisa, ha enviado a prisión a Oriol Junqueras y los consellers aún presentes en España en aplicación de un Código Penal que define, con detalle, las circunstancias en que una decisión tan traumática puede y debe adoptarse.

Empezar acciones judiciales no era una opción, sino una obligación. Y llevarlas hasta el final, una necesidad

Y lo mismo han hecho las instancias judiciales al girar orden de detención contra Puigdemont y el resto de su equipo, fugados ya a Bruselas, o contra la mesa del Parlament. En una democracia sólida, los jueces no actúan pensando en el contexto político, sino en estricta traducción del cuerpo legislativo que, con procedimientos establecidos de antemano, consolidan y protegen el Estado de Derecho.

Por eso escandaliza el insultante victimismo de quienes sabían perfectamente de antemano que estaban pisoteando todas las normas para lograr por la fuerza algo ilegal e inmoral, amenazador para el conjunto de España, y decidieron intentarlo con todas sus energías creyendo, tal vez, que lo lograrían.

Sin impunidad

Su frustrado intento, probablemente debido a la sinergia entre la acción institucional y el clamor de la ciudadanía, no puede ni debe quedar impune. Abrir diligencias judiciales no era una opción, sino una obligación. Y llevarlas hasta el final, una necesidad. En este caso, la rebelión -entre otras barbaridades- parece evidente: ahora hay que demostrarla, con las garantías procesales que garantizan los derechos de los acusados pero, también, los del país al que han atacado con sevicia. Al suyo, aunque no les guste.

Sean cuales sean las consecuencias, en términos de agitación social desde el radicalismo secesionista o desde el populismo político, serán inferiores a las de haber respondido con impunidad a un desafío tan agresivo, conculcando los procedimientos legales -sustrato elemental de la democracia- en aras a un supuesto bien mayor de carácter político.

Por la democracia

España es un país moderno, libre y tolerante donde casi todo se puede defender menos, según al menos unos cuantos, a la propia España. Pero de esa protección depende la salud del resto de derechos: hacerlo con contundencia y arreglo a la ley no sólo es permisible. Además es una espléndida noticia para la abrumadora mayoría de españoles, por mucho que indigne a una minoría ruidosa y liberticida que, al fin, está encontrando la respuesta que merecía.

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