Querían menos España, tendrán más España
Si la Constitución se cambia, sólo puede hacer con el respaldo de la abrumadora mayoría de españoles y para lo que ellos digan: quizá para lo opuesto que exigen los paladines del cambio.
La Constitución es, en España y en cualquier democracia, la síntesis legal de una voluntad mayoritaria de convivir bajo unas reglas del juego que garanticen el Estado de Derecho, el desarrollo y protección de libertades individuales y colectivas y la igualdad de oportunidades, derechos y obligaciones.
No es, como pretenden de distinta manera el separatismo y el populismo, una entelequia administrativa alejada de la calle y confrontada, siempre, con una realidad mucho más cercana, humana y por tanto democrática que por supuesto representan los partidos y dirigentes de ambos movimientos: desdibujar el carácter auténtico de la Constitución como expresión de todos los españoles es una burda estrategia para atacarla al presentarla como algo alejado del pueblo. Pero la Carta Margna es el pueblo.
Por eso cualquier reforma ha de atender al mismo objetivo: acoger en su seno a una inmensa mayoría de españoles y emprenderla con su consentimiento, participación, estímulo y respaldo. Este espíritu no sólo es el único posible y decente; también es el legal: para garantizar que la Constitución siempre sea la concreción de una expectativa común lo más ancha y mayoritaria que se pueda, incluyó unos procedimientos de reforma que garantizan que toda evolución contará con el mismo respaldo o simplemente no se hará.
El nacional- populismo ha logrado que se quiera reformar la Constitución, pero para lo contrario de lo que esperan
Así, y en contra de la confusión interesada o bienintencionada de tantos mensajeros de la reforma que pretenden aplicarla desde pactos superficiales, todo aquello que toque a la estructura de la Constitución necesitará de un procedimiento que garantiza el respaldo o rechazo de la ciudadanía: cualquier propuesta necesita del apoyo de dos tercios del Congreso; de la disolución del mismo y la convocatoria de Elecciones Generales; de la ratificación de las nuevas Cámaras y, finalmente, de un referéndum nacional que lo refrende todo o lo deseche.
No existe puerta de atrás para cambiar la ley de leyes si afecta a su esencia, lo que en sí mismo elimina algunos de los temores presentes en la sociedad al respecto de la modificación territorial de España y convierte no pocos de los discursos en una mezcla de ignorancia y mala fe. Especialmente ése que plantea como solución para el conflicto en Cataluña la celebración de un referéndum legal privativo de los catalanes: aun en el caso de que se cediera con algún ardid legal esa competencia del Estado; sus eventuales consecuencias -un apoyo mayoritario a la independencia- no se podrían aplicar sin poner en marcha el mecanismo antes citado. Esto es, sin la aprobación del conjunto de los españoles, propietarios del único derecho a decidir existente resumido en el concepto de soberanía nacional.
¿Federalismo?
Tampoco el federalismo sanchista, incompatible por cierto con el anhelo secesionista de gestionar sus recursos sin contar con el resto, puede aplicarse -en el caso de que alguien sea capaz de definir en qué consiste exactamente- con un pacto de mayorías simples y un procedimiento similar al de otros acuerdos parlamentarios cotidianos: todo lo que toque de algún modo a la organización territorial de España y a la igualdad entre españoles requiere, digan lo que digan los amantes de la confusión y los profetas del cambio, del visto bueno del conjunto de los españoles.
Esa garantía no es un corsé inmovilista, sino la única manera de incluir en un escenario compartido sensibilidades distintas, integrando en él a las minorías y evitando que las mayorías impongan su rodillo: dificultar la reforma no es una manera de impedirla para hacer de ella una vetusta herramienta jurídica para una España antigua que ya no existe; sino una invitación al consenso para garantizar la subsistencia de su espíritu fundacional de convivencia.
El deseo de menos España ha provocado más España: la reforma que se haga tiene que atender ese sentir mayoritario
Pero al igual que el secesionismo ha estimulado, y de qué manera, un sentimiento nacional escondido por ese complejo postfranquista vigente 40 años después y también un debate autonómico sobre las aspiraciones del resto de las regiones; la discusión constitucional también ha excitado otro sobre la naturaleza de sus modificaciones. Y, en ambos casos, en el sentido opuesto al que sus promotores deseaban.
Es decir, si el deseo del soberanismo de que haya menos España ha provocado la respuesta de que haya más España; el mensaje de reforma constitucional para calmar a Puigdemont y compañía ha servido para que la ciudadanía se pregunte cómo evitar esos excesos y otros cuantos más.
De la educación a los privilegios
Aunque no hace falta modificar la Constitución para implantar muchas de las reformas necesarias en una España lastrada por fuerzas y altavoces que están todo el día salvándola por el sonrojante método de hablar mal de ella (despreciando la certeza de que en cuatro décadas hemos consolidado una de las mejores democracias del mundo y uno de los tres o cuatro países con más derechos garantizados por su Estado de Bienestar); puestos a hacerla el nacionalpopulismo ha logrado que el ciudadano medio se la plantee, pero para lo contrario de sus pretensiones.
Cambiar la ley electoral para que todos los votos valgan de verdad lo mismo y no se sobrevalore el de un vasco sobre el de un madrileño; recuperar las competencias educativas para el Estado al objeto de evitar la mezcla de aldeanismo y sectarismo que lo caracteriza en su gestión autonómica; ilegalizar a partidos independentistas que no respeten el cauce constitucional para defender cualquier idea; acabar con el descarado privilegio fiscal del País Vasco y Navarra por 'razones históricas' (como si Aragón, Galicia o Castilla hubieran nacido ayer) o impedir que el Estado de Bienestar siga siendo una excusa retórica para consolidar el Bienestar del Estado agotando sus recursos antes en la estructura local, regional o nacional que en el usuario (cuidémonos de los 'defensores de lo público' si no son capaces antes de explicar a qué se dedica exactamente cada presupuesto, no sea que se agote en ellos antes que en el ciudadano) son asuntos colocados de repente en la agenda ciudadana real.
Y aunque es muy habitual el sorprendente antagonismo entre lo que de verdad piensa y opina una abrumadora mayoría de españoles y lo que sin embargo incluyen en sus agendas los partidos políticos y proyectan los medios de comunicación; en este caso será inevitable atender ese sentir si a alguno se le ocurre abrir el melón. La imperfecta Constitución del 78, maravillosa como jarabe democrático tras décadas de franquismo, puede y debe reformarse, sí: pero no para lo que quieren sus enemigos y no de la manera que exigen sus aliados.
De tanto pegarle patadas al gatito, tal vez hayan despertado al león.