#MeToo, una caza de brujas puritana
¿Es lo mismo un viejo verde que un pederasta o un violador? La defensa de la mujer queda dañada por movimientos neopuritanos que hacen retroceder la causa y homenajean solo a sus líderes.
Desde que pensé en escribir un artículo para este periódico sobre la ola de puritanismo yankee que está inundando Europa (tal y como hicieron en su día Nike o Google) hasta hoy, no he podido escribir ni una sola palabra. Me pasa como en aquella película de Buñuel, El Ángel Exterminador, en la que todos los asistentes a un acto social quedan atrapados en una habitación y son incapaces de salir por determinadas fuerzas oscuras. Estoy paralizado. Aunque intentaré desperezarme.
El movimiento #MeToo básicamente se ha encargado de mezclar a pederastas y violadores, con viejos verdes y ligones horteras y, como suele suceder en cualquier tótum revolútum que se precie, ya no se atreve uno a decir nada. Así son los dogmas de las ideologías. Para eso sirven. Para unificar algo tan complejo como es el pensamiento. Y ejemplos de neolengua totalitaria orwelliana tenemos a paletadas en el seno de este movimiento que se autodefine feminista.
Como siempre recuerdo, me interesa más la teoría política que su aplicación en la vida real, siempre imperfecta y distorsionada por el ser humano. Porque incluso en las democracias liberales más avanzadas -y la española es una de ellas, según todos los índices serios que miden esta cuestión- sigue habiendo mil, cien mil, cien millones de asuntos sociales que no van bien. Y, claro, es sencillo denunciarlos, señalarlos, hacerlos visibles, como se dice ahora, sin una base teórica sólida.
Limitarse a tirar piedras, como hacen algunos colectivos, lo único que suele conseguir es empeorar las cosas
Y, además, si son causas claramente injustas, como lo es el machismo, pues mejor, ya que nosotros quedamos muy bien, como ciudadanos inmaculados, y recibimos nuestras palmaditas pertinentes en la espalda. Aunque, en ocasiones, no sepamos bien de qué estamos hablando.
Si algo me ha demostrado el ejercicio de mi profesión como psicólogo clínico es que para solucionar un problema hay que mirar, observar e incluso entender lo malo. Si alguien me preguntara en qué consiste mi trabajo diría que en quitar miedos y tratar de entender el lado oscuro de cada persona, precisamente para ayudarla. Yo no puedo permitirme el lujo de pararme a juzgar a un pederasta o a un maltratador. Otros sí, pero yo no. No puedo decirle malnacido, cerdo o hijo de puta. Tengo que ayudarle. E insultarle no va a ayudarle.
La propaganda
Muy pocos recursos públicos se han utilizado para frenar la violencia machista, poniendo la lupa de un estudio serio y riguroso que pudiera ayudar a entender qué le sucede a un hombre cuándo asesina a una mujer. Sin juicios de valor, sin interpretaciones, tal y como se suele hacer en la comunidad científica para entender un determinado problema. Y muchos recursos se han destinado a hacer propaganda electoral de este tema.
Recuerdo que una vez le conté un caso clínico a una amiga. Un hombre había amenazado a su mujer con matarla, porque ésta iba a abandonarlo. Un familiar se puso en contacto conmigo y, poco a poco, se sucedieron los testimonios. Nadie lo entendía. Nadie lo esperaba. "Siempre ha sido un hombre normal" -me decían todos. Cancelé todas las citas de aquella tarde y me desplacé al domicilio de aquel hombre normal. Su estado resultaba deplorable. Ojeroso, delgado, consumido por el miedo.
A aquel hombre normal el miedo, ante el horizonte vital de quedarse solo, le había carcomido la ética y la voluntad. Por tener que romper todos esos hábitos adquiridos durante décadas de convivencia, por cientos de cosas. Me acuerdo que le hablé y le hablé y le hablé. De mil cosas. De nuestros miedos antropológicos. De que ese miedo que sentía se pasaría en un tiempo, que yo le daba mi palabra de honor de que no iba a estar ahí para siempre aquella emoción. Sin embargo, si llevado por un arrebato pasajero cometía la insensatez de matar a alguien lo pagaría con vivir con esa emoción toda su vida.
No es tan difícil solucionar los problemas, en el fondo. Eso sí, les aseguro que limitarse a tirar piedras, como hacen algunos colectivos civiles y políticos, sin hacer nada más que eso, lo único que suele conseguir, por regla general, es empeorar las cosas. Y eso es lo que, en mi opinión, está consiguiendo este feminismo actual carente de referentes teóricos e históricos. Que mujeres que parecen modelos muestren sus tetas en lugares inapropiados, como las Femen, por ejemplo, le hace un terrible daño al otro feminismo, al serio, al de El Sometimiento de la Mujer de Stuart Mill, al de Olympe de Gouges, al de las sufragistas. Este feminismo actual me atrevería a decir que es un microfeminismo.
Me acuerdo cuando le conté aquel caso a mi amiga. Jamás imaginé que su mente estuviera ya infectada por esa sarta de lugares comunes santurrones que se propaga hoy a través de las redes sociales. “Hombre, Luis, tú que eres un tipo inteligente, creo que deberías haber llamado a la policía...”- comenzó a decirme con condescendencia, tal y como haría un hombre machista con su mujer. Recuerdo que incluso salió a colación el término “neomachismo”.
La neolengua
No me molesta que me llamen neomachista por mis pensamientos. En serio. Me importa un bledo. Ya superé la deseabilidad social de grupo de la adolescencia. Ni siquiera me molesta que exista gente imbécil. De verdad. Lo que me molesta, y mucho, es que una imbécil que me trata con condescendencia sea mi amiga. Ponerle el neo a cosas que han existido desde casi siempre me parece una imbecilidad. Ponerle el neo es como dar por sentado que el machismo desapareció y ahora ha rebrotado. Cosa que es una gran mentira políticamente interesada. Nunca ha desaparecido.
Quizá porque nunca se ha puesto el empeño político necesario por solucionarlo. Para muchos partidos políticos de nuevo cuño es necesario que existan el machismo, las desigualdades, la corrupción. Sin estas lacras su existencia como dedos que acusan, pero no proponen soluciones realistas, no sería justificable.
Este movimiento está ocupando el espacio social que por méritos propios debiera ocupar el feminismo
Una vez vi un trozo de una peli de Sylvester Stallone a mediodía, antes de que el resoplón me pudiera y cayera dormido. Stallone era un poli chapado a la antigua, en una sociedad moderna. Salieron dos planos bastante acertados. Él está cagando y no hay papel y grita "¡Joder!" y sale de una máquina expendedora una multa por proferir insultos y vuelve a decir "¡Joder!" y sale otra multa y se limpia el culo con ellas.
Resiliencia
Y, luego, estaba aquella poli compañera suya que era morena y tenía un pelazo y estaba muy buena -pido disculpas, oh, feminismo de tercera o cuarta o quinta ola, me he perdido entre el oleaje- pero para La Mujer, como colectivo empoderado y resiliente y cuántico y asertivo y empático y todo eso, el sexo era degradante. Entonces se ponían unos electrodos en la cabeza y tenían sexo sin tocarse.
Y así con todo.
Lo auténticamente pernicioso de este movimiento es que está ocupando el espacio social que por méritos propios debiera ocupar el feminismo. Igualdad ante la ley entre hombres y mujeres. Defensa por la emancipación de la mujer, reivindicando sus derechos y, además, cuestionando la asignación social de determinados roles y la dominación del hombre.
Para ello, no son necesarios relatos dickensianos de abuelos que arriman cebolleta en autobuses -como si las mujeres no pudieran defenderse de viejos verdes y necesitaran del paternalismo de la sociedad-, que se retiren obras de arte de museos o que se rastree el pasado de determinados artistas para boicotear sus películas. Eso tiene otro nombre: caza de brujas puritanas. Y no hay ninguna necesidad de hacerlo para defender los derechos de la mujer.
Cuando pienso en el microfeminismo siempre se me viene a la cabeza La Pequeña. La película de Louise Malle, protagonizada por Brooke Shields, Susan Sarandon y Keith Carradine. Resultaría imposible de rodar hoy. Ahora. En esta época presente. Y es, aunque no lo crean, exactamente así.
Párrocos de la moralidad
Desde los años setenta hasta hoy se ha retrocedido en moral una barbaridad, un auténtico desierto, ante esta moda global puritana que se confunde con progreso ético. Y es que contar hoy día con naturalidad cómo se desarrolla la vida de una niña de doce años en un burdel de Nueva Orleans podría considerarse herejía por los nuevos párrocos de la moralidad.
La imposibilidad de rodar en la actualidad una película como La Pequeña es el ejemplo de esta, la de hoy, insoportable moral mojigata disfrazada de insulso y falso progresismo. La ética de ahora. Del ahora. La de hoy. Es el ejemplo del triunfo del santurrón espíritu presente de los filtros fotográficos y el hipsterismo y esos CEOs que dice cosas como magufos o startup o innovación social -oh, científicos de wikipedia-. Gente ongoing y engagement. Paradigma del conservadurismo disfrazado de avance moral. El de hoy y ahora.
Y así con todo.