El Estado de Derecho pone en el sitio que merecen a unos golpistas
Lo grave no es procesar o encarcelar a dirigentes políticos catalanes, sino lo que ellos han hecho e intentan desde hace 6 años: imponer, por la fuerza, la ruptura de España.
El juez Llarena ha decidido procesar por rebeldía a los principales cabecillas del Golpe de Estado en Cataluña, enviando además a prisión a cinco más de ellos, entre los cuales figura el candidato de paja a la presidencia de la Generalitat, Jordi Turull. Y también hubiera seguido el mismo camino Marta Rovira de no haberse sumado a Puigdemont o Anna Gabriel como nueva prófuga de la Justicia.
El magistrado ha adoptado una decisión muy dura, pero más que justificada en sucesivos autos aterradores en los que describe con enorme precisión la magnitud y longevidad de un desafío al Estado de Derecho como nunca ha sufrido España desde el 23-F, tal y como el jurista afirma con inapelable lógica.
El juez reconstruye seis años de preparación de un Golpe de Estado premeditado y dispuesto a usar la violencia
Llarena describe, con pruebas abrumadoras, cómo se concertaron energías, recursos, decisiones e instrucciones precisas de los inquilinos de la Generalitat para forzar la ruptura de España y arrastrar a Cataluña, por la fuerza y desde el choque, a una independencia ilegal e imposible.
Desde el Govern hasta el Parlament, pasando por los Cuerpos de Seguridad catalanes o las oficinas en el exterior, los ahora procesados por rebelión, secesión y malversación; todo se puso al servicio de un mismo objetivo, a sabiendas de su ilegalidad y pese a las incesantes advertencias políticas y jurídicas que se remitieron desde 2012, con el Tribunal Constitucional al frente.
Es decir, durante casi seis años, las instituciones catalanas y todos sus recursos han estado secuestrados por una auténtica organización rebelde que ha ignorado voluntariamente los avisos en la idea de que, a la fuerza, su objetivo sería imparable.
Llarena reconstruye los hechos con enorme puntillosidad, explica cada uno de los delitos cometidos, detalla la responsabilidad exacta de cada uno de los protagonistas y resuelve, con brillantez, el principal reproche interesado que se le hacía desde ámbitos políticos y mediáticos empeñados en negar la existencia de una rebelión por la supuesta ausencia de violencia: ahora se demuestra que la hubo, pues en sí mismo lo es la agitación callejera, el acoso a la Guardia Civil o la utilización de los Mossos como fuerza de choque. Y todo ello ocurrió.
Rovira les empuja a la cárcel
Tan absurdo era negar esta circunstancia como criticar la prisión preventiva, por dolorosa que resulte, arguyendo que los encausados no suponían ya un riesgo: la fuga de Rovira evidencia la necesidad de encarcelar a sus compañeros; del mismo modo que la insistencia en el procés de Puigdemont desde Bélgica impide confiar, por muchas dimisiones que se presenten en el último momento, en que han renunciado a la unilateralidad.
El procés es en su conjunto un gravísimo delito, y su mera puesta en marcha es necesariamente violenta, un concepto que no obedece en exclusiva al uso de armas en un momento determinado y que recoge, también, la creación de una tensión social, política y policial como la que éstos dirigentes sembraron en Cataluña durante meses: estaban dispuestos a todo, incluyendo el uso de la fuerza, pero simplemente no pudieron culminar sus deseos.
Un juez valiente
Tal vez la decisión de Llarena tenga unas consecuencias políticas aparentemente negativas en términos de crispación. Pero un juez debe aplicar la ley, no hacer política. En ese sentido, el magistrado se merece un reconocimiento por su resistencia las presiones y por su profesionalidad para justificar cada una de sus decisiones con una contundencia inapelable que sólo discuten los afectados y quienes, frívolamente, restan importancia a sus abusos ahora que han declinado.
Y en todo caso, mucho peor que imponer la ley es permitir que se sortee con impunidad: España no tiene que explicarse ni disculparse por hacer respetar su democracia y defender su Estado de Derecho; pero sus ciudadanos si podrían pedir explicaciones si alguien pretendiera incluir excepciones en esa máxima innegociable.
Nadie es procesado ni encarcelado ni condenado por sus ideas en España, un país donde se puede ser independentista -no así en otros- y vivir, a la vez, de las mismas instituciones que se denigra. Lo que no se puede ser es golpista, ni arrogarse una interpretación de las normas y la convivencia ajena al marco colectivo y en nombre de una autoridad superior que, en realidad, es inexistente.
En España se puede ser independentista, pero no se puede ser golpista: el juicio y la prisión no es por tener ideas, sino por saltarse la ley
El problema no lo tiene España ni sus instituciones ni sus partidos constitucionales, que pueden estar satisfechos del papel conjunto que han jugado y seguros de que, en adelante, han de seguir por la misma senda y reforzarla cuantas veces sea necesario para sofocar definitivamente esta insurgencia y cauterizar las causas tóxicas que la impulsan.
La normalización, pues, no pasa por ignorar los delitos ni por mantener sin desmontar la estructura institucional que los ha impulsado; sino por aceptar, desde los partidos independentistas, que fuera del marco constitucional sólo hay delitos necesariamente perseguibles por un Estado de Derecho digno de tal nombre.
El Estado se defiende
Está en la mano de Junts, ERC y la CUP, pues, acabar con este conflicto y gobernar de nuevo Cataluña. Basta con respetar la ley, una obligación que no requiere cambalaches ni premios ni agradecimientos de ningún tipo pero sí respuestas, todo lo contundentes que sean menester, cuando no se hace. Nadie ha metido en la cárcel caprichosamente a nadie: se han metido ellos solos al echar un pulso nefando al Estado de Derecho, creyendo que podían doblarle el brazo. Como eso es imposible, ahora les toca pagarlo.
Desde un punto de vista humano, es imposible no apenarse por ver en presidio a dirigentes políticos en un país genuinamente democrático como España; pero esa anomalía no es indiciaria de ningún problema en nuestro Estado de Derecho, sino probatoria del infame desafío desatado por una banda de irresponsables en vías de ser desmantelada.
Ahora queda desmontar también el veneno insuflado en Cataluña durante cuarenta años, un reto que sí es político y para que el que cabe esperar la misma capacidad y decisión que las exhibidas, en su ámbito, por el valiente juez Llarena.