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La Justicia alemana pone el penúltimo clavo en el ataúd político de Puigdemont

El independentismo se queda sin su última mentira con la intervención, en favor de España, de la Justicia alemana. El cerco se cierra casi definitivamente.

Puigdemont, en un debate en Ginebra (Suiza) el pasado 18 de marzo

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La Fiscalía de Alemania ha fallado a favor de enviar a España a Puigdemont para que, además, pueda ser juzgado por el peor de los delitos que le imputa el juez Llarena, el de rebelión, prácticamente idéntico al de Alta Traición que recoge el ordenamiento penal germano.

A falta de que los tres jueces responsables de consolidar esa opinión y proceder a la extradición hagan pública su decisión, que se espera idéntica, se pone fin a la penúltima falacia del secesionismo y de sus aliados políticos o mediáticos: juzgar a los cabecillas del Golpe por rebelión no era un capricho del valiente magistrado del Tribunal Supremo; ni la Justicia española era un islote de represión democrática que Europa subsanaría con decisiones ajustadas a los intereses soberanistas.

¿Qué dirán ahora los políticos, juristas y medios que han auxiliado a un golpista mientras denigraba al Estado de Derecho?

Aunque la propaganda ha querido convertir el proceso al 'procés' en un acto antidemocrático, con la misma frivolidad sectaria con que presentó el trabajo policial en Cataluña como un ejercicio de brutalidad que nunca existió o la mera violencia callejera como 'protesta pacífica'; el tiempo y los hechos ha derribado ese relato, siempre falso pero a la vez de enorme éxito.

Lo cierto es que nunca ha estado en discusión el derecho de España a juzgar a quienes considere delincuentes, aunque se haya convertido un mero tecnicismo jurídico sobre la necesaria equiparación de delitos en los Códigos Penales de distintos países en una coartada para esparcir que Europa no respaldaba la actuación del Estado de Derecho constitucional. Tampoco era cierto que, en ese viaje de demolición de la imagen internacional, se fuera a dirimir incluso quién juzgaría a Puigdemont y al resto de fugados o reos.

Los cómplices de un golpista

Siempre ha estado claro que la acusación y el enjuiciamiento le correspondía a España, limitándose la labor de terceros países a decidir por qué delitos concretos, y nunca por dudar de la Justicia nacional. Es lamentable, pero hasta se puede entender en la lógica de una defensa, que el independentismo haya difundido esas mentiras contumaces, ¿pero qué justifica el extravagante apoyo que han brindado a esa tesis no pocos juristas, bastantes políticos y un número notable de medios de comunicación?

La legitimación del procés ha tenido demasiados cómplices, por razones siempre extravagantes o interesadas, que conviene ahora recordar: primero se atacó a la Fiscalía General del Estado y a la Audiencia Nacional asegurando que el caso moriría al llegar al Tribunal Supremo; después se arrambló contra éste al ver que dirigía la instrucción por unos derroteros acusatorios idénticos y, finalmente, se señalaba a la justicia europea como garante de unos derechos aquí pisoteados.

Nada de eso fue ni es cierto, y la decisión de la Fiscalía alemana confirma que, en el espacio europeo, el ataque a uno de sus Estados miembros es visto como un pulso al conjunto de la Unión que, de prosperar, afectaría negativamente a toda ella.

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Puigdemont es un golpista, y lo es para cualquiera que entienda que la democracia se sustenta en el procedimiento y que desaparece cuando éste se asalta, desoyendo las leyes, pervirtiendo la convivencia, manipulando las competencias de cada institución y obviando la separación de poderes. Su futuro parece escrito, pues, y necesariamente pasa por el banquillo y la cárcel.

La hora de la democracia

Es hora, pues, de que el independentismo asuma el marco legal, inmutable ahora y siempre, y desarrolle desde él su actividad con un Gobierno de la Generalitat sensato y un Parlament circunscrito a sus funciones que se liberen de las ataduras del alocado Puigdemont y entienda, de una vez, que no se puede desafiar al Estado de Derecho y vencerle. Todo lo más, se logra una ruptura de la convivencia social y una ristra de altercados callejeros insoportables para prosperar.