Pena de Telediario y garrote vil
Los juicios paralelos inspiran el recuerdo de las épocas más siniestras de la historia de España: las turbas, impulsadas por la televisión, impartiendo su particular justicia exprés.
Sorprende que, en la era de la información, en la revolución digital que pone en las manos del conjunto de la población las herramientas necesarias para estar informados minuto a minuto de lo que sucede en el mundo, con un sonrojante lujo de detalles, y en cambio no somos capaces de procesar razonablemente el torrente de noticias impactantes que nos llegan.
Además somos una sociedad que ha llegado a esta revolución tecnológica con la etiqueta de ser la más preparada en la historia de nuestro país, que a diferencia de no hace más de unas decenas de años en la que la sociedad española ha pasado de una tasa de analfabetismo de más del cincuenta por ciento, a ser un hecho anecdótico imposible de tasar en un mundo mullido por el bienestar, regado de derechos adquiridos, y casi siempre poco valorados, criticados y soberbiamente exigidos, sin ser conscientes que son el fruto de conquistas políticas, económicas, y sociales, que van más allá de los derechos inherentes en nuestra condición de seres humanos.
Tal vez nuestros justicieros estarían encantados de que sus hijos giraran el tornillo por el simple hecho de ser señalado en el juicio paralelo de la TV
Es posible que el exceso y la forma de información constante que recibimos en una pantalla de plasma de infinidad de pulgadas, mientras reposamos algunos kilos de más en la tranquilidad de un acolchado sofá, nos confiera el poder de la razón absoluta, hasta el punto de que si el hecho truculento traspasa la monotonía justiciera casera, y sucede a las puertas del domicilio, te asomes a la ventana y veas que allí están las cámaras, y alrededor de ellas tus vecinos vociferando, clamando justicia, no puedes más que bajar a unirte a la turba alfabetizada para aplicar la cacareada justicia con tus propias manos, cuanta más justicia a empujones, golpes e improperios varios, más se retroalimenta la información/intereses, y si además conservas la calma mientras volvemos en seis minutos y, descansáis para coger fuerzas, a la vuelta bien encuadrados en pantalla intentáis haceros con la presa y lincharla; y así os prometemos que seréis premiados próximamente con algún reality, donde podréis ser participes del despelleje de algunos congéneres cazados en la trampa del glamour.
Una ejecución con garrote fechada en 1901 en Filipinas
Ya en la edad media el pueblo disfrutaba los días de guardar de las ejecuciones públicas de personas acusadas de haber cometido algún delito. Los veían colgar de una soga, tras un golpe seco que hacía crujir las vértebras, y silenciaba el jolgorio unas décimas de segundo, a continuación, el ajusticiado desesperado, con los ojos fuera de las órbitas pataleaba eternamente, pero para el pueblo el sufrimiento siempre se les hacía corto, la escasa diversión difícilmente calmaba las penurias de la época.
Quizás a la infinidad de letrados, jueces y fiscales de salón, además de tener derecho a la educación y al sostén público, debieran conocer la humildad, la modestia de quién no cree que lo sabe todo, y respeta las garantías que nos amparan a todos, a diferencia de la justicia y penas aplicadas en siglos pasados.
La pena de muerte
Quizás y por desgracia, la inmensa mayoría de la población “sobradamente preparada” desconozca que la pena de muerte en España estuvo vigente hasta la entrada en vigor de la Constitución de 1978, aunque aún se tuvo que esperar unos años más hasta eliminarla del código penal militar. El último español ejecutado fue Salvador Puig Antich en 1974 en la cárcel Modelo de Barcelona con el método del terrible garrote vil, que a principios del siglo XIX se instauró en sustitución de la horca, ya que a los dirigentes de la época les parecía un procedimiento menos “cruel”.
En casi doscientos años han pasado centenares de hombres y mujeres por el tornillo que, al apretarlo una vuelta tras otra, avanzaba hasta que te rompía el cuello, para el infausto Fernando VII esta forma le parecía un método civilizado. En fin, pasaron por la máquina cientos de hombres y mujeres de todas las clases, y con todo tipo de acusaciones, y con sentencias cargadas de prejuicios más o menos injustos.
Pasaron asesinos confesos, otros que negaban a ver cometido los delitos que se les acusaba, pero claro no daba tiempo a comprobarlo, con el cuello roto que le podía importar ya al reo su inocencia. Algunos pasaron a la historia como Mariana Pineda, ejecutada con veintiséis años, y acusada del inconfesable delito de haber confeccionado una bandera liberal, hoy en día, Pineda da nombre al acceso principal del parlamento europeo.
Salvador Puig Antich
Decíamos que el último ejecutado fue Puig Antich, pero el mismo año 1974, muchos de los justicieros de sofá, de puerta de juzgado, o de domicilio del sospechoso, ya habían nacido, y ahora son padres, y adiestradores con su ejemplo de jóvenes con título de la ESO bajo el brazo.
Ese mismo año, y el mismo día, pero, en la cárcel de Tarragona se ajustició a un ciudadano alemán condenado por estupro y, que tuvo la mala “suerte”, que las circunstancias fueron más terribles, que su propia muerte.
El verdugo
El verdugo que llevaba varios años cobrando, pero sin ejercer su profesión, le toco en suerte acabar con la vida de Welzel, así se llamaba el desafortunado alemán, la falta de practica del verdugo le llevó a montar el artilugio erróneamente, ante el caos, allí todos opinaban, pero nadie sabía cómo iba, sentaron al alemán en una silla atado de pies y manos, y con unas copichuelas de coñac intentando calmar los nervios del condenado.
Le pusieron una funda de cojín en la cabeza, y ante la falta de un poste para sujetar el garrote, dispusieron a dos funcionarios que sostuvieran el garrote uno a cada lado mientras el verdugo procedía a girar el tornillo, nadie había caído que el tornillo debía presionar el mismo artilugio, y en cambio pensaron en clavar el tornillo acabado en alcachofa directamente en el cuello, empezó a girar hasta que penetró en la carne pero sin llegar a partir el cuello por más que apretaban, Welzel chillaba y aullaba de tal manera que unos de los funcionarios que sujetaban le entro un ataque histeria ante la escabechina, mientras no dejaba de gritar y sangrar, le quitaron el aparato, y después de pensar durante quince minutos buscando el fallo se lo volvieron a colocar, y de nuevo volvieron a apretar hasta que veinte minutos más tarde consiguieron quitarle la vida.
Recalco estos hechos que sucedieron en 1974, y tal vez nuestros justicieros contemporáneos estarían encantados de que sus hijos giraran el tornillo impartiendo justicia a diestro y siniestro, por el simple hecho de ser señalado en el juicio paralelo de los medios de comunicación.