Tuitocracia
El neopuritanismo echa a la hoguera a un ciudadano que pagó su falta y le expulsa de la vida pública. Pero no siempre: Otegi evidencia la extraña doble vara de medir.
Hace más de una década un ciudadano creó una sociedad unipersonal para pagar menos a Hacienda. Hizo lo que muchos en esa época por una sola razón: la ley lo permitía (y, de hecho, lo sigue haciendo). Los que no sucumbieron a la tentación fue, probablemente, por un insuperable escrúpulo semántico: es difícil entender cómo nadie puede asociarse consigo mismo.
Unos años más tarde, Hacienda decide que el ciudadano no tributó lo que debía, le exige pagar lo que no pagó y le sanciona. El ciudadano recurre y pierde, confirmando los Tribunales que dedujo más gastos de los admisibles y que la sociedad era simulada.
Es cierto que frente a este segundo argumento, el ciudadano bien pudiera haber alegado lo disparatado que resulta que el legislador prostituya primero las palabras y después espere que los contribuyentes, generosamente, hagan de ellas una estricta lectura moral, adelantándose incluso a la propia Administración; pero no lo es menos que frente al primero -la exuberante lista de los gastos deducidos- escasa defensa cabía. En todo caso, lo importante de esta historia es que el ciudadano cumplió lo que la sentencia le impuso.
El ciudadano pecador, haga lo que haga tras su caída, queda inhabilitado para dedicarse a la cosa pública
Doce años después de su infracción, el ciudadano es nombrado Ministro de Cultura y Deporte. A la semana de su nombramiento, El Confidencial publica la sentencia. A los pocos minutos, casi todas las radios y redes sociales rugen exigiendo su dimisión. Y a las pocas horas, Màxim Huerta es obligado a marcharse.
La doctrina de los nuevos savonarolas de la moral pública es que, tratándose de la política, no basta con cumplir la condena, sino que ha de entenderse que ésta se prolonga de por vida, estigmatizando al ciudadano condenado más allá de lo que diga la sentencia. No es que la moral privada se convierta en el Juez Supremo de la vida política, sino que en ésta la expiación no vale. El ciudadano pecador, haga lo que haga tras su caída en el lado oscuro, queda inhabilitado de por vida para dedicarse a la cosa pública.
Aunque con un importante matiz: siempre y cuando así lo decidan los profetas del Nuevo Puritanismo, que hoy es la cofradía predicadora de moda. Por eso, mientras Màxim Huerta ha tenido que dimitir por una infracción tributaria, Arnaldo Otegi, condenado como secuestrador, puede seguir siendo recibido como invitado de honor en todo sarao institucional de la post-verdad terrorista; o Echenique, patrón multado por pagar en negro a un trabajador y no cotizar a la Seguridad Social, puede seguir ocupando su escaño en la Cortes de Aragón. Y así, un largo etcétera.
Los fanáticos ganan
El dogma principal de estos nuevos Inquisidores es que, según qué casos, el pecado no admite redención. El problema es que cuando este tipo de moral entra en el escenario de la política, la libertad se baja de él. Y con la libertad, el derecho de todo ciudadano que no haya sido inhabilitado por sentencia firme a ocupar un sitio en ese escenario.
Pero así es el signo de los nuevos tiempos: de una partitocracia hemos pasado a una tuitocracia, donde el poder lo ejercen los fanáticos de la moralina de turno que sean capaces de hacer más ruido en las redes sociales.