Los restos de Franco como excusa para hacer política de bandos
La Transición convirtió en ley el espíritu de conciliación que trajo a España la democracia. Acabó con bandos y trincheras que nadie puede reabrir con fines políticos perversos.
En España no hay dudas ni división al respecto del gran valor que, en 1978, presidió la Transición como corolario de una guerra civil cruenta y una larga dictadura: la conciliación y su profundo y delicado significado impulsó el salto a la democracia y simbolizó el deseo colectivo por instalarse en la paz, el Estado de Derecho y la convivencia, recordando nuestra historia pero dejando de utilizarla como arma arrojadiza o ajuste de cuentas.
En 2002, para renovar ese compromiso, el Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad el repudio de la dictadura franquista y la necesidad de honrar y restituir a las víctimas, una condición que ostentan siempre todos los muertos: ellos ya no tienen bandos.
Y en fecha aún más reciente, 2017, la misma Cámara aprobó sin la oposición de nadie trasladar los restos de Franco y convertir el Valle de los Caídos en un espacio dedicado a la memoria sin tintes políticos ni trincheras.
Es decir, desde un punto de vista institucional, el consenso sobre cómo recordar los capítulos más duros de nuestra historia reciente y cómo gestionar ese legado ha existido siempre desde 1978 y ha estado jalonado de decisiones que, a la estela de ese imprescindible impulso conciliador, lo reforzaban.
Honrar a las víctimas, repudiar la represión y transformar el Valle de los Caídos ya tiene consenso desde 2002
Sin embargo, una parte de la izquierda española, la que más dice representar el legado más doloroso de aquella época, no ha dejado desde entonces de pervertirlo intentando recuperar una dialéctica frentista que, en la práctica, impide o dificulta enterrar definitivamente capítulos tan negros.
Y lo ha hecho, y hace, enfocando cada asunto pendiente sin tener en cuenta el espíritu fundacional del 78 y tratando que cada deuda del pasado se tramite desde una especie de venganza en lugar de con el afán conciliador que le hizo a España ganarse la democracia.
¿Otra vez trincheras?
La ínclita Ley de Memoria Histórica de Zapatero fue eso, como lo es ahora el traslado de los restos de Franco. Se toman causas legítimas, cuando no necesarias, pero no para resolverlas, sino para eternizarlas empleándolas como herramienta de construcción de una oferta política propia en la que la división y las trincheras son claves.
La izquierda histórica y el centroderecha que hicieron la Transición debe rebelarse ya contra este antifranquismo postmoderno
Nadie puede discutir, y si lo hace está profundamente equivocado, el derecho de toda familia a recuperar a sus seres queridos enterrados en una fosa común o en una cuneta -un razonamiento válido, por cierto, para las víctimas del terrorismo tan a menudo despreciadas- ni la conveniencia de modificar el Valle de los Caídos para que sea percibido como un símbolo del dolor que une y no de exaltación de un bando, trasladando con ello los restos de Franco.
Y eso es lo que las leyes y los consensos pedían y regulaban, siempre con sensibilidad y la intención de integrar el resarcimiento en un espacio común que cerrara definitivamente heridas y abrazara una fraternidad imprescindible para entender y superar la historia.
Lo que hay que preguntarse, pues, no es por qué no se recuperan muertos o se revierte el uso de la basílica en cuestión; sino por qué tareas tan razonables y consensuadas se convierten de nuevo en elementos de polémica y controversia.
La respuesta es sencilla: una parte de la izquierda española se siente cómoda en una suerte de antifranquismo posmoderno, casi medio siglo después de la muerte de Franco, que necesita caricaturizar a todo rival conservador o liberal como heredero del Régimen para, a partir de ahí, construir una oferta propia o consolidarla.
Manipuladores de sentimientos
La pretensión es ridícula y absurda, pero recurrente y sirve para distraer la atención de los asuntos realmente importantes con tácticas emocionales que entretengan a la opinión pública. Quizá haya llegado el momento de que la izquierda histórica, esa que hizo la Transición con enorme generosidad y altura de miras; y el centroderecha moderno, ése que ni existía cuando Franco murió, se revuelva un poco contra la manipulación de los partidarios del guerracivilismo y les diga, sin ambages, que son ellos los que más dificultan el cierre definitivo y decente de todas las cuentas pendientes, utilizando incluso el legado de unas víctimas que, por definición, se merecen todo. Siempre.