El arte de la política
El choque entre legalidad y legitimidad tiene una respuesta: convocar a los ciudadanos a las urnas. Especialmente cuando, además, se emiten guiños al separatismo en pleno desafío.
Ahora que la política hace tanto ruido, si es que alguna vez dejó de causarlo, de las múltiples definiciones que han tratado de acotar su naturaleza, quizá la de Von Clausewitz sea la más adecuada al afirmar que la guerra era la continuación de la política solo que por otros medios.
Esta guerra que todo lo contamina y a todos nos alcanza hace que las palabras de Horacio, “…oirá hablar de guerras una juventud escasa por los vicios de los padres”, cobren una preocupante vigencia. Ya dijo Aristóteles que el fin de la política no era el conocimiento, sino la acción, si bien es cierto que esa acción había de estar orientada al fin común, entendiendo éste como aquel que repercute de manera positiva en el mayor número de personas.
Y lo dijo hace más de dos mil años; de manera que aunque nada nuevo haya bajo el sol, en estos tiempos de la política entendida como una contienda de cuadrilátero, aderezada por el "·y tú más”, darse un paseo por los clásicos sea no ya recomendable, sino necesario.
En ellos, unos conocidos y otros no tanto, pero siempre relevantes porque con sus palabras esculpieron de manera indeleble el rastro del alma humana en una de sus más importantes facetas, la social, podría hallarse un poco de sentido común, en estos momentos el menos común de los sentidos en ciertas clases dirigentes.
La conjunción de una artificial tormenta perfecta ha acabado con el éxito de una moción de censura tan legal como ilegítima, sin convocar a la ciudadanía española a las urnas
Mucho me temo que la vieja confrontación de estamentos, de clases, sigue más viva que nunca, y anhela un objetivo tan indisimulado como execrable, que es la anulación, la aniquilación, de todo cuanto no encaje en la previa definición de la Verdad, sin siquiera tratar al menos de disimular que la que se abandera como única no es sino una más del modo en que esa realidad, tan poliédrica como compleja, tan abigarrada en matices como necesitada de decisiones que acerquen posturas y no las separan hasta el permanente conflicto, que azota día tras día la convivencia de nuestro país, puede y debe ser tratada.
Para eso está la política, para aportar soluciones y no causar problemas, al servicio de una ciudadanía constituyente, no constituida; la misma que ha delegado su soberanía en los gobernantes elegidos por los procesos que nos dimos, y que precisamente por ello mismo, alumbrados y paridos al amparo de ese mismo consenso, no son reliquias mitológicas de un pasado sagrado que impida cualquier adaptación a los nuevos tiempos. En democracia, casi nunca se trata del qué, sino del cómo.
Los límites
Hay unos límites, sin embargo, imposibles de superar sin dejar profundas heridas en el tejido social y político de cualquier nación, que afectan a conceptos, sentimientos y creencias que escapan del derecho positivo, de la normativa aprobada, y que ni siquiera la mayoría que pudiera respaldarla, subsanaría la ilegitimidad de la que pudieran adolecer.
No deja de ser paradójico que la mayor crisis de nuestro Estado, que desgarra el país como un plaga asola los campos, tenga como idea fuerza de un discurso tan poderoso y bien estructurado, como deletéreo y excluyente; el presunto derecho a decidir una parte sobre el fin último del todo, y al mismo tiempo, esa misma crisis, que en la conjunción de una artificial tormenta perfecta ha acabado con el éxito de una moción de censura tan legal como ilegítima, y ante un más que evidente desasosiego, no sea convocada la ciudadanía española a las urnas con, si no mayor, al menos idéntica premura con la que se pretenden hacer concesiones que afectan a la misma estructura de un edificio, el constitucional, bajo que el que todos, los uno y los otros, hallamos cobijo.
Un principio esencial del Derecho sostiene que los contratos obligan a las partes firmantes, y que no pueden quedar al arbitrio de la voluntad de una sola de ellas. Con mayor razón ese aserto debe ser observado escrupulosamente cuando se refiere, nada menos, al contrato social aprobado por una abrumadora mayoría y del que dimanó la Constitución Española del 78.
Filibusterismo
Sostener que una nueva orientación social no reconoce la legitimidad de ese pacto es un mero sofisma: no hay más que ver el resultado de las últimas elecciones para verificar dónde se asienta el sentir mayoritario respecto de la vigencia de la Constitución; además, de ninguna otra manera, salvo la de proferir a los cuatro vientos que ese sentir particular de unos cuantos deviene en el de todos, sin más fuerza que la repetición de una razón no acreditada ni acreditable, es posible, aquí y ahora, proceder en tal sentido, pues no es sino un mero juego de palabras, que tiene su mejor y única solución en la convocatoria de unas nuevas elecciones.
El resto no es sino un ejercicio de filibusterismo parlamentario, en el que por cierto, el Congreso actualmente conformado no ha recibido el mandato de abrir en canal la norma fundamental porque, al parecer, es obsoleta.
La moción de censura es una herramienta constitucional de naturaleza constructiva; no ampara, en su esencia, derribar al presidente de turno por el mero hecho de la confrontación política. Ignoro cuál es el programa político del nuevo Presidente, más allá de las retóricas declaraciones acerca de la regeneración política, argumento esgrimido por quien tiene a dos ex presidentes de partido en el banquillo de los acusados por el mayor escándalo de latrocinio público; el mismo presidente que una vez aprobados los presupuestos, los mismos que hace días eran un desastre calamitoso para el país, ahora, por responsabilidad, emplea como brújula de una enorme nave que, aun así, navega por la inercia de su velocidad de crucero por entre procelosas aguas y no menos peligrosos farallones.
Resulta sin duda de difícil digestión asimilar que sin estar de acuerdo en algo tan obvio como que las reglas por las que esos cambios han de ser tramitados son las que ya hay, y no otras no conocidas ni aventuradas, se afronten cuestiones de tan profundo calado como las reflexiones de algunos ministros recién nombrados y de cargo aún vigente, que hablan sin empacho y, lo que es más preocupante, sin informar de qué manera se hará, de cambios constitucionales para dar encaje a esa presunta nación catalana.
El procedimiento
Más aún inquietante resulta escuchar del nuevo Presidente que Cataluña es una nación y como tal habrá de ser tratada. Y lo es porque si bien la política es el arte de promover el cambio, de generar nuevas expectativas que devendrán en realidades, la misma, en tanto deseo, no excede de una mera expresión de un legítimo anhelo, que no abandona el terreno del deber ser, de la metafísica si se quiere; para alcanzar el estatus de lo que en efecto ya es, debe seguir todo un procedimiento reglado de muy difícil encaje y que sin embargo tiene por exclusivo protagonista a quien de verdad le importan tales cuestiones: el pueblo español, soberano en estas lides.
Pronto estaremos en condiciones de comprobar cómo la exigua mayoría parlamentaria del Gobierno
El lenguaje es un dardo capaz de derribar las más altas torres, de derruir los más resistentes muros; esta permisividad que ha llevado a hablar con tanto buenismo como terribles consecuencias de naciones históricas en el seno de España; esta permisividad ante el desastroso recurso a pergeñar una historia negra de un país que, aun no existiendo, tanto daño nos ha hecho, afecta incluso a quienes tanto la combaten, y ha llevado a un desasosegante y terrible escenario, en el que lo que no es se impone sobre lo que sí es, evidencia la vieja sentencia de Edmund Burke, según la cual , “hay un límite en el que la tolerancia deja de ser una virtud.
La falsedad
A ello un desencantado y cínico La Rochefoucauld opondría que “el amor propio es el mayor de los aduladores”; que “las pasiones son los únicos oradores que siempre persuaden”; aunque seguramente Joseph Joubert le recordaría que “un espíritu eminentemente falso es aquel que nunca advierte que se extravía”.
Ha llegado el momento de que reconozcamos que si bien nos hemos perdido, es tiempo de volver a encontrarnos; que la cólera prolongada engendra el odio, según escribió Ovidio. Que si bien es difícil querer el fin y no desdeñar los medios, dijo Goethe, ahora más que nunca conviene tener presente que “la ambición se devora a sí misma”, nos recuerda Shakespeare en Hamlet, y que de lo sublime a lo ridículo solo hay un paso, susurraría un derrotado Napoleón a un Maxim Huerta dimitido sin haber tenido tiempo siquiera de lustrar su flamante cartera ministerial.
Porque si es cierto que “la adversidad despierta dones que en la prosperidad hubieran permanecido dormidos”, glosó Horacio, no menos razón tendría Eurípides al recordar que “estando tú mismo lleno de llegas, eres médico de otros”; que “tampoco mandan bien quienes antes no han servido rectamente”, según Plutarco en sus maravillosos Consejos Políticos.
Confucio nos recuerda que “el conocimiento es mantener que se sabe una cosa cuando se sabe y no hacer que se sabe cuando no se sabe”, que no “debe preocupar el tener un puesto, sino el hacerse digno de uno”, y que los principios aun estando en nosotros mismos, lejos se buscan.
Que ahora es la hora, y la hora es ahora, y que es capital actuar siempre con dignidad y sinceridad, escribió Yamamoto; Musashi entendió que si bien uno debía estar dispuesto a abandonar su cuerpo, nunca su honor. Baltasar Gracián, en su Oráculo y Arte de la Prudencia, ilustró con sus consejos políticos a quienes debían ocupar puestos de responsabilidad en la carrera pública; nos recuerda, casi cuatrocientos años después, que “hay espejos para la cara, pero no para el espíritu; ese espejo debe serlo la prudente reflexión sobre uno mismo”, mientras que H.D.Thoreau sentenció que “ la mente se puede profanar permanentemente con el hábito de escuchar cosas triviales, de modo que todos nuestros pensamientos se teñirán de trivialidad”.
La resaca
Una vez pase la resaca dejada tras el innegable éxito del nuevo Consejo de Ministros, una vez que el flamante presidente del Gobierno haya de manifestarse a plena luz del día y sus decisiones tan efectistas como complejas, de largo e imprevisible calado como la del Aquarius pasen, estaremos en condiciones de comprobar cómo la exigua mayoría parlamentaria sobre la que se sostiene este gobierno y una política ideada por asesores tan brillantes como temerarios, afronta el milagro del maná prometido, y en lugar de taumaturgos, truchimanes son.
¿Se atreverá Sánchez, llegado el caso, a paralizar la maquinaria institucional que vela por el imperio de la ley, verdadero pilar esencial de nuestro estado de derecho, cuando el separatismo promulgue una nueva ley de desconexión, por ejemplo? ¿Recurrirá a la competencia que la ley le otorga para interponer el recurso de inconstitucionalidad en su artículo 161.2 de la CE, de automáticos efectos suspensivos, habiendo como ya hay resoluciones del TC en este sentido, o simplemente lo ignorará?
El presidente debe hacer guardar la Constitución, so pena de incurrir incluso en un caso de prevaricación omisiva
El Presidente del Gobierno debe guardar y hacer guardar la Constitución y el ordenamiento jurídico, de manera que el margen de actuación política en estos casos queda reducido drásticamente, en tanto en cuanto la inactividad ante cualquier actuación que debe ser seguida puede revestir los elementos del tipo penal de la prevaricación omisiva.
En este sentido, debemos recordar que el Presidente no goza de las prerrogativas de la inviolabilidad e inmunidad parlamentarias; pero sí de un aforamiento específico, al ser la Sala Segunda del TS la competente para conocer de sus hipotéticas responsabilidades; y que si bien el artículo 102.2 de la CE requiere de una mayoría absoluta para el inicio de acciones penales, la misma es referida a delitos muy específicos, no respecto a los de mera legalidad ordinaria. Convencido de que una cosa es el Gobierno y otra la Administración, sin duda alguna contará el Presidente con el mejor asesoramiento a este respecto.
¿Por Decreto Ley?
De ahí que ese margen de maniobra respecto a la política del gesto quede mermado, fuera del muy poderoso influjo que todo Gobierno tiene en la vida de cualquier sociedad. Pero ni el Decreto Ley es un herramienta que permita modificar precisamente las cuestiones que más zozobra causan en una parte de la opinión pública, ni los conflictos territoriales pueden ser objeto de transferencia y modificación sin tener presente el sistema de competencias que la CE regula, sus sistema de especial protección y modificación por un procedimiento especialmente reforzado, y lo que sin duda es fundamental, por el llamado bloque de constitucionalidad recogida en la copiosa jurisprudencia del TC.
Es este el único intérprete de nuestra norma fundamental, y por muchas presiones que se ejerzan, que se ejercerán, llegado el caso, no hay legislatura de dos años apenas que resista en estas condiciones tales embates. Para este viaje, no hacen falta tales alforjas. Que hable el pueblo español.
Elecciones ya.