El presidente Sánchez no tiene ningún derecho a alimentar a Torra ni a Urkullu
El Gobierno no tiene ni los votos ni la autoridad para coquetear con ningún nacionalismo en pleno desafío catalán. Eso, más que diálogo, es el pago de una factura por la moción de censura.
Ningún presidente tiene la capacidad para cambiar en solitario la arquitectura institucional del Estado al que se debe, pero algunos además carecen de la autoridad para sugerirlo siquiera. A este epígrafe pertenece Pedro Sánchez, por razones evidentes: ni ha logrado el puesto en las urnas, como es preceptivo en democracia, ni tiene siquiera los diputados necesarios para adoptar decisiones de menor enjundia. No digamos pues, con las relevantes.
Y sin embargo, es lo que ha hecho con el PNV y lo que cada día hace, de palabra o por omisión, con el nacionalismo catalán: ceder hasta donde puede o alimentar sus expectativas, desde la certeza de que no está en su mano lo que le reclaman y por tanto nunca lograrán pero, también, con la irresponsabilidad de legitimar lo que en buena lid debería de aislar.
La reunión con el lehendakari Urkullu no es, como pretende el nuevo Gobierno, un síntoma de un talante distinto y más dialogante, dos entelequias retóricas que camuflan una realidad mucho menos edificante: son la factura que Sánchez ha de pagar, a plazos, por haber llegado a La Moncloa sin los votos de los ciudadanos pero con los escaños de los nacionalistas.
Los mismos, por cierto, a los que el propio Sánchez calificaba de "Le Pen" en el caso de Torra, tras reclamar un endurecimiento del artículo 155 y un reforzamiento del delito de rebelión, en ambos casos con acierto. No han cambiado las circunstancias, pues, sino la solidez del Ejecutivo y los intereses privados del partido que lo soporta; arramblando de paso con la cohesión del bloque consitucional que hasta hace nada conformaban el PP, el PSOE y Ciudadanos.
¿Plurinacionalismo?
Por eso no es nada tranquilizador, sino todo lo contrario, escucharle al lehendakari cómo da por hecho el acercamiento de terroristas a cárceles vascas, la concesión de más transferencias o, incluso, la renovación del pacto constitucional para acercarlo a ese etéreo plurinacionalismo que no dice nada pero lo dice todo a la vez.
Son tres cuestiones serias, por distintas razones, que Sánchez no tiene derecho a hacer con sus 84 diputados, pero tampoco a sugerir sin que se piense, por razones poderosas, que está pagándose el cargo y preparando su próxima campaña electoral a coste de los intereses del país.
La aproximación de presos etarras a Euskadi puede tener sentido, pero nunca antes del resarcimiento de las víctimas y de la completa aclaración de los crímenes de esa lamentable banda cuyos restos hacen hoy política desde unas siglas, Bildu, que también apoyaron a Sánchez.
La sospecha de que Sánchez se paga su puesto en La Moncloa con los intereses de España está muy fundada
Al respecto de las transferencias, aumentarlas va en el sentido contrario al que debería tratar de imponerse paulatinamente: el abuso financiero que suponen los regímenes fiscales del País Vasco y Navarra (sus ciudadanos tienen el doble de recursos per cápita y hacen la mitad de esfuerzo redistributivo) debe frenarse, no reforzarse aún más.
Finalmente, y pese a que la Constitución y la estructura territorial no se pueden modificar sin unas mayorías parlamentarias abrumadoras, unas nuevas Elecciones y finalmente un referéndum nacional; es inadmisible que Sánchez se ponga de perfil en la defensa de la jefatura de Estado mientras incentiva, siquiera de palabra, las burdas expectativas soberanistas.
Un error muy simbólico
Defender a España, y a las normas que regulan en ella su convivencia y la convierten en un Estado de Derecho pleno, no es una opción para un presidente, sino una obligación indelegable que hay que cumplir pero además exhibir. Sánchez no lo hace, y más allá de cuál sea el resultado práctico de esa actitud, desde un punto de vista simbólico, político y estético es lamentable.