La corrupción del PSOE pilla a Pedro Sánchez en sus propias trampas contra el PP
La detención del presidente de la Diputación de Valencia, el socialista Jorge Rodríguez, supone el primer gran escándalo de corrupción de la 'era Sánchez', pero no desde luego del PSOE: baste recordar que dos de sus presidentes nacionales, José Antonio Griñán y Manuel Chaves, se sientan ahora mismo en el banquillo por el caso de los EREs en Andalucía, el mayor latrocinio institucional de la historia democrática en España.
La memoria del CGPJ también confirma una alta incidencia de posibles delitos tipificados en el epígrafe de corrupción (desde prevaricación hasta malversación o cohecho) en Baleares y Castilla-La Mancha, otras dos comunidades autónomas presididas por socialistas.
Sánchez acumula casos en Andalucía, Valencia, Baleares o Castilla-La Mancha y siempre mira para otro lado
El caso valenciano tiene por agravante, además, que coincide con la bochornosa constatación penal de tramas corruptas del antiguo PP en la región y, más aún, con que ésta fue la razón genérica utilizada como excusa para provocar una moción de censura contra Rajoy que le dio a Pedro Sánchez la presidencia que, por dos veces en seis meses, le habían negado los españoles en las urnas.
La sospecha de que, con dinero público, el PSOE valenciano sufragó una red clientelar que reforzara sus opciones; se yuxtapone a las cuatro causas judiciales abiertas en la misma Comunidad sobre posible financiación irregular de los partidos que conforman el actual Gobierno, incluido Compromís, látigo durante años de los populares de la eran Camps.
Preso de sus palabras
Todo ello compone un paisaje que, con los parámetros utilizados por el propio Sánchez, estigmatizaría al PSOE y le abocaría a su urgente relevo de La Moncloa: utilizar casos particulares, por sangrantes que sean -y Gürtel o los EREs lo son-, para lanzar causas generales, provoca la indefensión política del rival, lanza un mensaje negativo a la sociedad sobre la naturaleza global de la acción política y, finalmente, atrapa al promotor de ese discurso en sus propias palabras.
Si a Rajoy se le destituyó sin estar ni imputado y pese a que por dos veces seguidas los ciudadanos le votaron más que a nadie sabiendo perfectamente los casos de corrupción sangrante que estaban ya en los tribunales, ¿qué puede alegar ahora Sánchez para desvincularse de la corrupción endémica de su partido en Andalucía o en Valencia, dos de sus principales federaciones?
Ni la expulsión ni la dimisión de los afectados fue suficiente para evitar una condena total al PP desde la oposición, que dejó de serlo a lomos de esa denuncia e incluso maquilló con ella la naturaleza de los socios de moción de censura, como si la corrupción sistémica de los populares fuera tan grave como para pasar por alto el respaldo de partidos como PdeCat, ERC o Bildu, deseosos de poner un presidente en deuda con todos ellos.
Aplicándose esa vara de medir, el PSOE no tiene salida y el propio Sánchez, haga lo que haga, está marcado por la corrupción de su partido allá donde se produzca. Obviamente este razonamiento haría inviable la continuidad de cualquier Gobierno, pues desgraciadamente la corrupción es transversal y tiene más que ver con la gestión del presupuesto público y del poder institucional que con la identidad ideológica de quien la comete.
El problema de lanzar causas generales contra los rivales por escándalos particulares es que acaban siendo un boomerang
Por eso es -y era- fundamental emplear toda la contundencia con los casos existentes y, a la vez, evitar esa especie de fatwas públicas que extienden la culpa al conjunto de la organización a la que pertenecen los corruptos. Pero ese mensaje no se puede asentar si sólo se apela a su vigencia cuando se gobierna y, por contra, se pisotea desde la oposición.
Coherencia, pero siempre
Y si hay alguien que no puede esperar indulgencia es Pedro Sánchez, el político que más ha destacado por intentar convertir en una gran hoguera la acción de oposición en España, quemando en ella a sus rivales como único método para sustituirles y evitando con denuedo que, entre la lamentable impunidad y el inquietante linchamiento colectivo, haya un término medio sensato: la justicia.