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La reunión de Sánchez y Torra no puede servir para legitimar al separatismo

Sánchez no puede blanquear al separatismo tras haber llegado a La Moncloa con sus votos, sino disipar con urgencia la sensación de que ahora está pagando su factura a costa de España.

La reunión de Sánchez y Torra no puede servir para legitimar al separatismo

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El presidente del Gobierno se reúne hoy en Moncloa con el de la Generalitat, en un encuentro que sólo parece inusual por la contumaz decisión de los dirigentes separatistas de romper todos los puentes institucionales y legales, de un lado, o por mantenerlos como exclusiva alfombra roja para obtener sus fines, de otro.

El diálogo en España, como en cualquier democracia, se practica en los Parlamentos y se modera con la Constitución, que son el procedimiento y el límite que organiza la convivencia en un Estado de Derecho: saltarse ambos, como ha hecho el nacionalismo desde 2012, y acusar al Estado de no admitirlo y de estar cerrado en banda es, amén de una falsedad, una ignominia indiciaria de la catadura democrática de este movimiento netamente totalitario.

La 'normalidad'

Por eso, técnicamente es bueno que Quim Torra reanude su actividad institucional y no tiene tacha que Pedro Sánchez lo asuma con normalidad. El problema son los antecedentes y los objetivos y la certeza de que no se reniega de los primeros y no se renuncia a los segundos.

Sea una declaración de intenciones real o una pose retórica, lo cierto es que ni la Generalitat ni los partidos que la dominan han variado su hoja de ruta ni sus hirientes expresiones y que, todo lo más, las han adaptado a unos tiempos en los que creen tener otros caminos alternativos sin necesidad de incurrir en responsabilidades penales.

Si el separatismo se atrevió a desafiar a un bloque de PP, PSOE y C's; ¿cómo creer que no lo hace con un Gobierno de 84 diputados que le debe la presidencia?

Y si esto es así, se debe al Gobierno, cuya existencia ha dependido precisamente del lamentable respaldo interesado del nacionalismo. Es imposible creer que si éste se atrevió a desafiar a un sólido y mayoritario bloque constitucional compuesto por PP, PSOE y Ciudadanos; no lo va a hacer por otro sustentado en un Ejecutivo de solo 84 diputados asentado en las movedizas arenas del PdeCat, ERC o Bildu y deudor de un último partido, Podemos, que defiende medidas como el referéndum de autodeterminación que ya se celebró ilegalmente el pasado 1-O.

Blanquear, nunca

La tendencia de Sánchez a creer que la realidad se arregla, enmienda o desaparece por mostrar talante y lanzar buenas intenciones al viento no ayuda a creer en el resultado del encuentro y, mucho menos, a confiar en un repentino cambio de actitud, metas y medios del separatismo. Al contrario, parece más ayudar a blanquearle a éste, de modo que parezca que algo ha cambiado cuando en realidad sigue más vigente que nunca.

Su reafirmación parlamentaria de independencia, la apuesta por una nueva DUI si no le dan lo que pide, el infame boicot público a la Casa Real o la recuperación de todas las herramientas insitucionales que prepararon o promocionaron el Golpe, así lo atestiguan.

La batalla no es solo jurídico, desde luego. También es política, pero en el sentido opuesto al que sostiene ahora Moncloa

Es imposible disipar la sensación de que el independentismo no se va a cobrar, de alguna manera, la factura que Sánchez -y no España- le adeuda por haber llegado a La Moncloa con sus votos, y tampoco tiene especial mérito que el Gobierno niegue la mayor -su oposición a dejar cruzar las líneas rojas- si acepta, sin embargo, concesiones que no superen el límite: no es dadivoso cumplir y hacer cumplir la Constitución, sino una obligación innegociable de cualquier poder del Estado que, en el caso de que no quererse respetar, tampoco se podría. No está en manos de Sánchez, simplemente, dar todo lo que le pida nadie.

Pero sin embargo una postura equivocada o unas concesiones excesivas sí alimenta al nacionalismo, lo legitima de algún modo y además lo refuerza para lograr imponerse, de otra manera quizá menos rápida pero incluso más eficaz, pues tolerarlo contribuye a ampliar su base social hasta hacerla tan dominante como imparable en Cataluña.

Antes de su acceso a la presidencia, Sánchez era partidario de ampliar el 155 o de reforzar el delito de rebelión, y comparaba con razón a Torra con Le Pen. Desde que llegó con los votos separatistas, no ha dejado de coquetear con concesiones económicas y políticas pese a que lo único que ha cambiado en ese lapso de tiempo es su estatus político personal: de no ser ni diputado a ejercer el poder Ejecutivo.

La pugna con el nacionalismo es jurídica siempre porque se salta la legislación vigente, pero también es política, social e intelectual. A la segunda parte sí le ha dado importancia el Gobierno, pero en el sentido equivocado: no lo tiene que avalar presentando el conflicto como una consecuencia de la actitud del anterior Gobierno; sino como un asalto sistemático de las instituciones, la ley y la convivencia en Cataluña. Y no parece estar en ello con la suficiente intensidad al menos.

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