17A: Europa sigue en guerra contra el yihadismo y no lo sabe
Un año después de los atentados, los europeos sigue sin reaccionar ante su mayor amenaza y sus gobiernos carecen del discurso y las medidas necesarias para preservar los valores atacados.
El aniversario de los atentados de Barcelona y Cambrils recuerda, ante todo, cómo el terrorismo fundamentalista pretende cambiar el modelo de vida occidental, basado en la libertad, la igualdad y el progreso.
Y precisamente por eso no se puede sostener a la vez que la mejor manera de preservarlo es no hacer nada, como si la mejor y hasta única forma de conservarlo fuera seguir con la vida tras una barbarie, como si nada hubiera pasado.
Es justo al revés: la reacción es imprescindible para preservar un conjunto de valores, actitudes y derechos desafiados, de manera sostenida, cruel e imprevisible; y más allá de los entrañables eslóganes tras cada tragedia y del conmovedor respaldo a las víctimas, urge aceptar la realidad de los hechos y no la versión idealizada y paralizante que algunos pretenden convertir en hoja de ruta colectiva, como si el imposible diálogo desde un complejo de culpa fuera la mejor manera de responder a las matanzas.
Una postura absurda, cómoda y además ficticia, pues si algo ha reducido desde el 17A la presión del terrorismo yihadista en Europa ha sido justo lo contrario: aislar o echar al DAESH de sus fortines en Siria e Irak obligando a acudir allí a infinidad de terroristas presentes antes en suelo europeo, endurecer el control policial o impedir que en el epígrafe de las libertades individuales se incluya el uso de símbolos fundamentalistas como el burka o la proliferación de mezquitas ilegales ha sido más decisivo que cualquier discurso seudopacifista.
Es insólita la incapacidad de las instituciones europeas para defenderse, desde una incontestable autoridad moral y cultural
Ni España ni Europa han hecho nada malo; y si lo han hecho ha sido con los propios europeos al no saber defenderlos con más eficacia. Por mucho que algunos se empeñen en situar en una especie de pecado colonialista el origen de una respuesta sanguinaria, legitimando siquiera un ápice y aun sin querer el fenómeno y espàrciendo la ridícula idea de que es posible el entendimiento con los matarifes.
Los sorprendentes problemas de identidad en Occidente muy probablemente expliquen la dificultosa respuesta a un problema enorme pero para nada nuevo –ya son tres décadas de atentados similares- y, también, la insólita incapacidad de la sociedad y de sus instituciones para defenderse, desde una incontestable autoridad moral y cultural, sin pensar al mismo tiempo que está conculcando los valores de terceros.
Medidas concretas
Que sea más fácil encontrar advertencias y reflexiones sobre la islamofobia, un fenómeno felizmente residual, que sobre la magnitud del fundamentalismo, el fracaso del multiculturalismo o las medidas a adoptar sin ambages en el control migratorio, lo dice todo de Europa, capaz de dedicar más tiempo al aislamiento del catolicismo –un credo que nos explica como civilización y que en todo caso carece de capacidad ejecutiva- que a la prevención del radicalismo y a la imposición de nuestros valores a cualquiera que, desde un lugar del mudo u otro, se quiera asentar en Europa: nadie puede dejar se ser europeo, si ésa es la única manera que encuentra de ser musulmán, budista o cualquier otra confesión.
No se puede apelar a tradiciones o credos si, en su observancia o cumplimiento, se conculca el sistema construido en Europa
Precisamente porque miles de musulmanes huyen de sus países de origen por el horror que se ha vivido ya en Madrid, parís o Barcelona; garantizar que al llegar aquí se incorporen al sistema de valores, leyes, normas y culturas más avanzado del mundo ha de ser para ellos tanto un derecho como una obligación que las instituciones han de tutelar sin dilación ni excepciones.
Porque no se puede apelar a tradiciones o credos de ningún tipo si, en su observancia o cumplimiento, se conculca el sistema construido en Europa y sustentado en la separación de poderes, las libertades individuales, los derechos colectivos y el imperio de una ley que garantiza la igualdad de oportunidades y evita la discriminación por sexos.
Defender e imponer unos valores
El fundamentalismo es la visión extrema de una fe cuyos practicantes son mayoritariamente pacíficos, sí; pero bebe de una fuente que política y culturalmente se encuentra muy por detrás de la sociedad europea construida durante siglos. Ayudar a los musulmanes a que incorporen su fe al mismo ámbito que un católico europeo es saludable; no entender que la renuncia a hacerlo por una equivocada interpretación sobre las libertades que nos caracterizan, un error mayúsculo.
Por eso, más allá de la necesaria reflexión sobre la cadena de chapuzas del atentado de Barcelona, cada vez más evidente, es inaplazable un debate de mayor calado que reconozca varias certezas: Europa está en guerra contra unos yihadistas incapaces de razonar ni de recular; y esa batalla tiene en la debilidad de la respuesta y en las –asbsurdas- dudas sobre la necesidad de hacer respetar nuestra identidad milenaria un caldo de cultivo insoportable.
En lo concreto, sería lamentable que el soberanismo se equivocara de enemigo y boicoteara al Rey este 17A
No es con velas ni con solidaridad como se solventa esta mayúscula afrenta; sino sabiendo por qué se nos ataca y defendiéndolo sin complejos y con todas las herramientas al alcance: una de ellas es sin duda la integración, pero a partir del respeto y la asunción de lo que somos y tanto ha costado construir.
Para el caso concreto de Barcelona, que conmemora ahora su triste aniversario, sólo cabe esperar que a la confusión general que suscitan en Europa estos acontecimientos traumáticos no se le añada una particular en forma de aquelarre independentista contra el Rey: si ni en una ocasión así el soberanismo es capaz de identificar al enemigo, siempre estaremos más cerca de volver a sufrir su zarpazo.