Cien días de Sánchez y parece una eternidad: tocan Elecciones ya
Sánchez tiene un pecado de origen imposible de olvidar: llegó a la presidencia sin ganar en las urnas y gracias al independentismo. Desde entonces, todo son malas noticias.
Pedro Sánchez alcanza sus primeros cien días de Gobierno con una sensación de agotamiento, improvisaciones, errores y contradicciones que aumentan su ya funesto pecado de origen: alcanzar el poder sin haber ganado las Elecciones y mediante un lamentable pacto con todos los partidos independentistas en pleno desafío a la España constitucional puede ser muy legal, pero es impresentable.
Tanto como para que el propio beneficiario de esa componenda, opuesta a la tradición del PSOE como herramienta vertebradora fundamental del país, la rechazara reiteradamente por perniciosa hasta cinco minutos antes de aprovecharse de ella para lograr así lo que los españoles con su voto, por dos veces en seis meses, le habían negado con contundencia.
Ha roto todos los consensos, incluyendo con los ciudadanos y las urnas, para sufragarse desde Moncloa su campaña electoral
Que nadie busque mayorías parlamentarias sin tenerlas primero en las urnas, especialmente cuando la distancia con respecto al ganador es sideral como en este caso, es algo más que una tradición que se respeta y aplica en toda Europa: es la única manera de combinar las posibilidades enriquecedoras de los sistemas parlamentarios, consagrados al pacto, con el respeto elemental a la opinión de los ciudadanos.
Si alguien debiera haber respetado este axioma era especialmente Pedro Sánchez, que hizo de la apuesta innegociable por la democracia directa de los militantes del PSOE el trampolín para, con infinita pero eficaz demagogia, vencer en sus Primarias a una torpe Susana Díaz. ¿Lo que valía para 100.000 afiliados socialistas no sirve para millones de españoles?
Este antecedente supone ya una barrera casi insalvable para Sánchez, que carece de la autoridad y de la legitimidad que tuvieron todos sus predecesores, de cualquier partido, para ser percibidos como auténticos presidentes más allá de quién les hubiera votado: desde Aznar hasta Zapatero, pasando obviamente por Suárez, Felipe González y Rajoy; fueron presidentes de todos los españoles -incluso de quienes les detestaban- por haber comenzado sus mandatos con el plácet mayoritario de los ciudadanos.
Todos los presidentes comenzaron su carrera con el plácet de los ciudadanos. Nadie busca mayorías en el Congreso sin tenerlas antes en las urnas
El atajo de Sánchez, buscado a cualquier precio dentro y fuera del PSOE, no ha sido además una excepción, sino la norma en todas las decisiones que desde ese momento ha impulsado o intentando desde su pírrica realidad parlamentaria: el asalto a RTVE, con una purga bochornosa; el recurso al decreto-ley; la tolerancia hacia el independentismo; las concesiones económicas a Podemos o la colonización del Estado con un ejército de enchufados sin otro mérito que su cercanía al presidente; forman parte de la misma visión caciquil y muy poco democrática que le aupó a La Moncloa.
Blanquear al separatismo
Y si todo ello es deplorable en términos de democracia conceptual, también lo es a efectos prácticos. El separatismo, que no nace con Sánchez y no resulta sencillo frenar exclusivamente por su culpa, ha sido blanqueado y reforzado al concederle la llave del Gobierno cuando más aislado estaba por la acción conjunta de los poderes del Estado.
La economía se ha empezado a ralentizar; la fractura social en Cataluña es más amplia que nunca y la recuperación de fantasmas del pasado en el viaje razonable de culminar la concordia nacional es un hecho provocado por la sustitución del afán de conciliación por el de venganza.
Sánchez se está pagando desde La Moncloa su próxima campaña electoral, pues es más fácil desarrollarla desde el poder que desde una agrupación, y todo lo que ha hecho para alcanzar el Gobierno y mantenerse en él obedece en exclusiva a ese objetivo. Y ya que es así, que al menos sea rápido: convocar Elecciones Generales con urgencia es una necesidad democrática nacional, más allá de cómo le vengan de bien o de mal a cualquiera de sus participantes.