¿Pero tiene algún valor ya la palabra de Pedro Sánchez?
Lo único positivo que ha tenido el vodevil de los debates electorales es que ha permitido retratar, con estruendo, el perfil real de Pedro Sánchez, por lo demás conocido para cualquiera con aprecio a los hechos en los últimos años.
El líder del PSOE solo cree en los debates, un derecho del ciudadano que debería estar regulado por ley, cuando considera que le pueden beneficiar, y eleva esa máxima a una categoría superior al sostener que son imprescindibles contra Rajoy -al que llegó a descalificar como presidente por su resistencia a la confrontación en 2015- o innecesarios cuando él ocupa ya su lugar.
No es una simple contradicción, fruto de los nervios de una campaña apasionante por la incertidumbre del resultado, sino la norma en el político más caprichoso, ambiguo y cínico que probablemente ha dado la democracia española.
El mismo que fue capaz de apelar a las dimisiones por plagio en Alemania en su discurso de la moción de censura para luego mentir y esconder el plagio propio; el mismo que impuso un Código Ético en el PSOE al respecto de los gastos de representación o los trabajos externos que él y su esposa incumplen y tapan.
Un César
Y el mismo que atacó a quienes le acusaban de estar dispuesto a gobernar por los votos independentistas para hacerlo finalmente o, en fin, el mismo que apeló a los militantes para ganar las Primarias del PSOE y ahora nombra a dedo a los candidatos electorales.
La palabra de Sánchez no vale: siempre dice una cosa y hace la contraria en función de su interés. ¿También en Cataluña?
En el capítulo concreto de los debates, tan bochornoso como típico de Sánchez, se ha visualizado además el sentido patrimonial que tiene del Estado y la servidumbre que considera le deben todas sus herramientas: la manipulación de RTVE ha sido tan escandalosa como para que los propios aliados de la toma de poder interna hayan tenido que protestar.
No tanto por el fondo, pues al fin y al cabo la nueva TVE está al servicio del sanchismo desde el primer momento, cuanto por la grosera forma, que ya hace inviable la depauperada imagen de un ente público con más servilismo que audiencia.
¿Cómo creerle?
En ese contexto, el reiterado sometimiento de los principios (que Sánchez entona con engolamiento como si solo él los tuviera) a los intereses (que ejecuta sin piedad) y el escandaloso antagonismo entre lo que dice y lo que hace, ofrecen una idea aproximada del valor de su palabra y de la fuerza de sus compromisos de los que conviene tomar nota.
Porque, con ese perfil y antecedentes, ¿de verdad alguien puede sostener que todo lo que el candidato socialista diga ahora de su rechazo a hacer (más) concesiones al separatismo, por ejemplo, va a durar más allá del 28A y de lo que sus necesidades determinen? Casi peor que no tener ideas es carecer de palabra. Y la de Sánchez es muy difícil de tomar en serio.