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No puede ser vicepresidente de España un dirigente que desprecia la Constitución

En un país que se quisiera más, no sería posible mantener en el Ejecutivo a un dirigente como Pablo Iglesias, contrario a la Constitución que a él mismo le protege y da trabajo.

Pablo Iglesias, en el Congreso

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Terminado el puente de la Constitución, es momento de recapitular sobre la salud de la ley que sintetiza la convivencia entre distintos, que es la clave de bóveda de toda democracia digna de tal nombre: crear espacios comunes de derechos y obligaciones para todos, al objeto de hacer respirable el roce entre personas que creen, piensan y sienten de formas bien variadas.

Que eso está amenazado y deteriorado es ya imposible de discutir y cada día padecemos un episodio nuevo que pone en riesgo el espíritu del 78, sustentado en la reconciliación, y su consecuencia hasta nuestros días, que es la tolerancia: hoy más que nunca se ha resucitado la dinámica de bloques, con una tendencia peligrosa a la falta de reconocimiento del rival en un viaje incierto en el que, quienes se presentan como más plurales, son en realidad más sectarios y excluyentes.

Lo que hemos visto en el País Vasco y en Cataluña durante lustros, con una persecución atroz de una parte relevante de la sociedad por lo que piensan o sienten; se extiende por toda España desde un Gobierno convencido de que la manera de eternizarse pasa por la exclusión del contrincante, la negación de la otra parte y la estigmatización de lo que opina o defiende.

En un país que se quisiera más, nunca habría un vicepresidente como Iglesias, contrario a su Constitución

En ese escenario, una simple imagen resume la degradación del espacio público: la de todo un vicepresidente del Gobierno de España, Pablo Iglesias, despreciando la Constitución el mismo día en que se celebraba su 42 aniversario.

Apostar por la República cuando se forma parte de un Poder Ejecutivo reconocido y protegido por la Constitución que define un régimen institucional determinado no forma parte del derecho a la libertad de expresión y se acerca, al menos simbólicamente, al terreno de la traición política.

En un país algo más orgulloso de sí mismo, no sería posible que un personaje como Pablo Iglesias formara parte de su Gobierno para utilizar ese trampolín, con los recursos y poderes que le confiere, al objeto de dañarle. Pero en la actual España, no solo ocurre eso, sino que además lo hace de la mano de otros dirigentes que, como Otegi o Junqueras, van aún más lejos.