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“Los años de Aznar”: cuando la izquierda rescató el odio como arma política

El ex diputado Sergio Gómez-Alba ofrece en su libro una crónica y análisis de la trastienda de aquellas dos legislaturas, recabando también el testimonio de sus protagonistas.

El autor, Sergio Gómez-Alba, y su libro

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“En esa época, sacar el dóberman a pasear siempre daba excelentes resultados. Durante la campaña electoral, en los mítines andaluces y extremeños del PSOE se exhibieron las cartillas de racionamiento de después de la guerra para decir que eso es lo que nos traería la derecha”: así describe Sergio Gómez-Alba en "Los años de Aznar "(un valioso testimonio recién publicado por Almuzara) una característica de la propaganda socialista a partir de 1993.

Todo tenía su origen en el primer debate electoral televisado de la historia de España, aquel 24 de mayo. En medio de una extraordinaria expectación, Felipe González sufrió, a la vista de la millonaria audiencia, una inapelable derrota ante José María Aznar.

El exceso de confianza de quien presidía un Gobierno noqueado por la corrupción y el descrédito institucional podía hacerle perder unas elecciones en el alero. Había que reaccionar, y durante el resto de la campaña el “todo vale” del PSOE se orientó a la satanización del adversario.

Tres años después, en los comicios que llevaron al PP a La Moncloa, se vio que el dóberman era solo el principio: “Las encuestas, poco favorables a González, le llevaron a utilizar políticamente, quizá por primera vez en democracia, la guerra civil. Se inició así la manipulación espuria de la Historia con fines electorales.

Posteriormente, cuando el perro se quedó sin dientes por viejo, Zapatero y sucesores optaron por sacar a Franco a dar una vuelta cada vez que convenía estimular el aguerrido voto frente al fascismo que guadaña en mano cabalga un espectral caballo”, avisa Gómez-Alba en una buena síntesis de lo que implica la memoria democrática.

Gómez-Alba ha escrito “una crónica histórica de quien estuvo allí para contarlo”. Fue diputado por Barcelona entre 1993 y 2004, y precisamente el relato de cómo se fraguaron las relaciones entre Génova y la Generalitat para la investidura constituye una de sus aportaciones más interesantes.

Incluye la opinión de Alejo Vidal-Quadras sobre su defenestración: él cree que Jordi Pujol pidió su cabeza como instrumento de presión más que con la pretensión real de cobrársela, y que si Aznar no hubiese cedido lo habría hecho el president, cuya situación política no era nada cómoda.

La tensión como estrategia

Quince capítulos se consagran a sendas áreas de su acción de Gobierno: lo político (la marcha hacia el centro, los papeles del Cesid), lo económico (la entrada en el euro, las privatizaciones), las políticas de Estado (la lucha antiterrorista, Perejil, el Plan Hidrológico Nacional) o los embates de la oposición (Prestige, Irak).

Es en estos últimos donde vemos cómo la estrategia de la tensión y el odio esbozada en los anticipatorios dóberman cuajó como algo sistemático.

Aznar y Felipe, en febrero de 2020

“Con el desastre del Prestige, nació en España una etapa de enconada confrontación y exaltación de la emotividad, a la que posteriormente se sumó la demagogia. Comenzaba una forma destructiva de hacer política en la calle”: la jaleaban desde el Congreso un José Luis Rodríguez Zapatero ciego a las evidencias técnicas y un Jesús Caldera típex en mano para manipular uno de los documentos esgrimidos en la correspondiente comisión.

Apareció Nunca Mais anunciando el apocalipsis y “el nivel de odio hacia el Gobierno alcanzó niveles asombrosos”. Suso de Toro anunció que jamás perdonaría a Aznar por lo sucedido y Manuel Rivas proclamó, con ridícula grandilocuencia: “Ahora ha nacido la ciudadanía”.

La realidad es que el PSOE carecía de un discurso ganador, y Zapatero, “en lugar de reorientar ideológicamente su partido para la batalla política, dejó eso a un lado para asumir el insano camino revanchista que las izquierdas más radicales deseaban”.

La guerra de Irak fue otra gran ocasión que aprovechó la izquierda para henchirse de “supremacía moral” sobre cualquiera que le disputase el monopolio del amor a la paz o los sentimientos humanitarios.

“Los viejos estalinistas dan lecciones morales”, lamentaban los diputados que votaron a favor de la posición del Gobierno. Denunciaban la hipocresía de quienes azuzaban “la agresión y el insulto” en las calles. Llegaron a pegarse en las paredes fotos con sus caras, cual si de enemigos públicos se tratase.

Un año antes del 11-M, ahí estaban ya los resortes emocionales que el PSOE estaba dispuesto a tocar de nuevo si hacía falta: el rival político visto, no como simple adversario, sino como el mal absoluto que ataca con perros salvajes, destruye la naturaleza, masacra con misiles a niños inocentes.

¿Por qué no hacerle también responsable de una matanza de casi doscientas personas? “Vuestra guerra, nuestros muertos”, gritaban los manifestantes en la calle Génova durante la jornada de reflexión de 2004, convocados por un SMS surgido del entorno de Pablo Iglesias, según propia confesión a Iñaki Gabilondo.

Una estrategia para siempre

Habían pasado 48 horas desde de un atentado del que, al cabo de 17 años, seguimos ignorando lo esencial. Porque, recuerda Gómez-Alba, las sentencias de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo “continuaron dejando lagunas en el relato de los acontecimientos, y nunca entraron a valorar las motivaciones del atentado”. Pero en aquel momento daba igual. La estrategia del odio no había funcionado con el Prestige e Irak (el PP ganó cómodamente las municipales y autonómicas de 2003), pero esta vez sí lo haría.

El eje Dóberman-Prestige-Irak-Atocha ha continuado con la memoria histórica o la exhumación de Franco. Las campañas denigratorias contra Isabel Díaz Ayuso, las “alertas anti-fascistas” contra Vox o la aberrante actitud de Pablo Iglesias ante Rocío Monasterio son solo nuevos eslabones de la cadena.

Todo empezó cuando la izquierda vio peligrar el poder que cree le pertenece. Y hoy “el revanchismo, el odio y el resentimiento” son los auténticos “motores de la acción política” del Gobierno de coalición, sentencia Gómez-Alba en "Los años de Aznar". Es decir, sirven tanto para conquistar el poder como para conservarlo. Una lección para no olvidar.

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