En la muerte de un santo/sabio: Dom Clemente, histórico abad de Silos
Clemente Serna fue abad durante 24 años y pasará a la historia como el religioso que abrió Silos al mundo. Una celebridad en el mundo católico al que veían a escuchar desde todo el mundo.
Una tarde del año 2010, tras una frugal comida benedictina en la Abadía, el Abad Clemente Serna, me invitó a dar un paseo por la finca que rodea el imponente monasterio benedictino de once siglos a sus espaldas. Estaba informado de todo lo que acontecía en el mundo, pero a los dos nos interesaba centrar la charla de antiguos amigos en las cuestiones transcendentales de la existencia humana. En un momento determinado, al llegar a un fresco y cristalino riachuelo que pasa la hacienda, se paró en seco, me miró y dijo:
-¿Sabes una cosa, Graciano?
-No, señor Abad, contesté.
-Pues que el día más feliz de mi vida será el de mi muerte…Tengo muchas ganas de ver la cara del Padre y refugiarme entre sus brazos…
Dom Clemente, una celebridad en el mundo católico y universal, al que venían a escuchar de todas las partes del mundo, no era un “meapilas”. Se trataba de un religioso abierto al mundo, cariñoso, que inundaba de “Pax” a su interlocutor con su voz suave y sus enormes conocimientos sobre casi todo. Durante sus veinticuatro años como Abad, recogiendo las antorchas de fray Justo Pérez de Urbel, confesor de Franco y de Dom Pedro Alonso, rompió esquemas y, sobre todo, abrió la histórica y monumental Abadía de Santo Domingo de Silos al mundo.
No sé si el lector conoce que al final del siglo XX el Canto Gregoriano que rezan siete veces al día (“Ora et Labora”) se grabó en directo por una multinacional discográfica londinense y en pocas semanas se convirtió en el disco más vendido del mundo (Bilboar), fundamentalmente en Estados Unidos y Europa.
A partir de ahí, Silos fue abierto de par en par a peregrinos de todo el orbe, desde grandes estadistas, reconocidos empresarios en busca de algo de felicidad, escritores, políticos (Aznar y Anguita entre otros), periodistas y gentes del común. El escritor Umberto Ecco fue uno de los que pudo recoger sus puntos de vista para escribir El nombre de la rosa, amén de tomar notas en la farmacopea avanzada que se conserva en el Monasterio. A todos los recibía igual don Clemente. Le pedían confesión franceses, italianos, alemanes, brasileños, argentinos, venezolanos y gentes importantes de la Curia Romana.
Recuerdo que a una cena organizada por el que esto escribe en el Hotel Tres Coronas con colegas de este mismo medio, se llegó Dom Clemente como uno más. Fui de los escasos periodistas en el mundo que tuvo ocasión de publicar una entrevista, reacio a ello, “porque lo importante es el Monasterio, su religiosidad, los valores de transcendencia cristiano…Yo soy un humilde servidor de Dios…”. Resultaba impresionante se creencia en Jesús de Nazaret en una mezcla de “fe del carbonero” y gran teólogo, que era como tal considerado en toda la Cristiandad.
Cuando le llegó la terrible prueba del Alzheimer la aceptó como umbral de su muerte. Cuando el próximo sábado descanse en la cripta benedictina del monasterio que amaba y en el que quemó su vida, Don Clemente, que despreciaba todas las vanidades, podrá echarnos un cable que tanto necesitamos para intentar, al menos, ser tan felices en esta tierra como él lo fue y mirar el más allá con esperanza y fé.
Dom Clemente: usted me lo dijo: la muerte no es el final.
Y no lo es.