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Lo tenemos merecido

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Los médicos tenemos en gran medida lo que nos merecemos. Profesionales dóciles, timoratos, acomplejados, casi todos imbuidos en la única idea cuasi obsesiva de ingresar en la función pública, sin la cual no saben vivir. La mayor aspiración al acabar el grado (6 años) de la carrera de medicina, es entrar en una de las plazas de formación en un Hospital General Público, para convertirse en mano de obra a precio de saldo.

Con la coartada perfecta de que es en la medicina publica donde están “los medios” más importantes y sofisticados para hacer diagnósticos y tratamientos, todos a intentar entrar por pequeña, angosta y oscura puerta de la maltrecha Sanidad Pública y conseguir una “plaza fija”, es decir, convertirse en un funcionario/estatutario y… “a vivir que son dos días”.

Algunos, muy pocos, la excepción, se lo toman de otra manera y quieren formarse bien, trabajar en condiciones normales (no precarias), ser tratados con dignidad y respeto, no tener más responsabilidades que las que pueden realmente asumir. En suma, hacer un trabajo honesto, digno, primando la asistencia del enfermo, sin dejar de lado la investigación, docencia y gerencia, aspectos todos ellos también importantes si estamos hablando de ser médico, no de ser un funcionario cutre y quemado en poco tiempo.

Solo hay centros, muy pocos, que mantienen los estándares de calidad, la mayor parte de los hospitales comarcales y regionales son un depósito muchas veces de mala praxis, que ni el propio interesado es consciente de la gravedad de su situación y del desamparo que va a sufrir cuando sufra una reclamación, demanda, denuncia, por cierto, cada vez más frecuentes y muchas de ellas, triste decirlo, con toda la razón, no tanto por graves infracciones jurídicas, como por falta de educación, sensibilidad, cortesía, comunicación, y mucho por estar frustrados, quemados y desgastados emocional y físicamente.

Le llamaban antaño “clase médica”, hoy son los “chicos y chicas de la pública”, con ilusión y con cierta desazón al iniciar su trabajo. Luego pasan a ser “técnicos en salud y enfermedad”. Y con la inteligencia artificial, pronto, muy pronto, serán sustituidos por robots, que casi con toda seguridad podrán suplir a estos profesionales, antaño medio sacerdotes, medio chamanes, medio científicos, y siempre dispuestos a aliviar, consolar y, cuando pueden, las menos, incluso hasta curar.

Nos lo hemos ganado a pulso. Hoy no hay compañerismo. No hay respeto entre los propios profesionales, no hay a veces ni la más mínima muestra de empatía, no ya con el enfermo, sino incluso entre nosotros. Se habla mirando a una pantalla, y no al paciente o al compañero. Hemos caído en una actitud de grosería y tosquedad. No se trata a personas sino a usuarios crispados, y a veces, con mucha razón.

“La mejor sanidad del mundo” me decían cuando acabe mi licenciatura en 1980, ya ha llovido mucho. Hoy es una sanidad rota y que se mantiene a duras penas. 

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